viernes, 30 de octubre de 2015

El mirray o la salutación entre los achaguas, Venezuela.©

viernes, 30 de octubre de 2015

El mirray o la salutación entre los achaguas, indígenas del tiempo prehispánico de Venezuela©/ Rafael A. Strauss K., 1992.

Primera Parte. Donde se habla acerca de los achaguas y su cultura

Los achaguas, de filiación lingüística arawaca, es una de las sociedades indígenas que habitaron el territorio de lo que actualmente conocemos como Venezuela. Conjuntamente con los caquetíos, los betoyes, los jirajaras y los gayones, se les ha incluido dentro del Area Cultural de los Arawacos Occidentales. Algunas fuentes coloniales los presentan emparentados en matrimonios con comunidades de los llanos como los sálivas.

Fueron conocidos también con los nombres de jaguas, xaguas, ajaguas y axajuas y ocuparon el espacio geohistórico que las fuentes coloniales denominan Airico, palabra que en su lengua significa Montaña Grande. En sus expansiones hacia el norte ocuparon lo que se conoce como el Airico de Macaguane -poblado también por betoyes y jirajaras- y que las fuentes ubican entre el río Uribante y el río Sarare; y el Airico de Barragua, Gran Airico o Airico de los Achaguas, que se extendía de oeste a este, desde Santiago de las Atalayas y San Juan de los Llanos, cerca del Orinoco, y de norte a sur entre los ríos Vichada y Guaviare, principalmente.
En las inmediaciones del lago de Valencia hubo un pueblo aborigen que fue identificado con el nombre de ajagua y con el de axaguas a los habitantes indígenas que hacia 1579 moraban cerca de Barquisimeto. A mediados del siglo XVII, se sabe de un grupo de achaguas en la región de Apure y hacia el siglo XVIII se tienen noticias de un importante núcleo achagua en el área de Casanare.

Para este mismo siglo aún había en Barragua veinte 'poblados' achaguas, cuyos nombres eran Quiraseveni, Curruau, Mazata, Chubuave, Marraiberrenais, Guachurriberrenais, Atarruberrenais, Charaberrenais, Juadevenis, Quirichanies, Guadevenis, Duberretaquerris, Chubacanamis, Virraliberrenais, Murriberrenais, Yurredas, Majurrubitas, Nerichen, Cjevades y Cuchicavas, que en realidad eran clanes matrilineales exogámicos, con un promedio de 100 individuos cada uno. Clanes, porque sus miembros constituían un grupo de parentesco unilineal que se creían descendientes de un antepasado común, que se pierde en el tiempo; matrilineal, porque la descendencia se contaba por la vía femenina o por la vía de la madre; exogámicos porque el individuo en edad de matrimoniarse estaba obligado a buscar pareja fuera del mismo clan.
En las labores agrícolas participaban hombres y mujeres. Aprovechaban al máximo el espacio disponible para el cultivo, pues entre una y otra mata de yuca sembraban una de maíz y entre éstas, batatas y varias plantas rastreras para impedir el desarrollo de malas hierbas. Las mujeres tejían telas y hamacas en un tipo de telar llamado arawaco; preparaban cazabe en el sebucán y cuidaban el cabello de sus maridos, que pintaban de acuerdo a reglas clánicas. Asimismo, fabricaban cerámica, a la que daban brillo con un barniz vegetal extraído del algarrobo o las coloreaban con arcillas ocres rojizas o amarillentas. Los hombres, además, pescaban y cazaban y para la recolecciónn utilizaban cestos tejidos por ellos mismos; trabajaban la madera y fabricaban las armas de caza como macanas, arcos y flechas.

Los hombres se encargaban también de recolectar y preparar los troncos con los que fabricaban empalizadas o enramados para proteger los 'poblados' y las casas de los gobernantes, sobre todo de las incursiones bélicas de los caribes. Según Pedro Simón, un lugar así protegido podía ser hasta "de más de trescientos pasos en cuadro, cercado de gruesos troncos de espinosas ceibas y otros palos, entretejidos todos de largas y crecidas puntas con que tenían el sitio como inexpugnable."

Los achaguas tuvieron especialistas en la actividad comercial, particularmente intensa en lo que se refiere al aceite de abay y las quiripas o cuentas cortadas de conchas de caracoles, que eran utilizadas como monedas en la Venezuela prehispánica. Otros especialistas fueron el mohán y el camarícacay. El mohán pronosticaba la suerte de la comunidad en cuanto a la cacería, las cosechas, la salud, los viajes y transacciones de los comerciantes; el camarícacay interpretaba los sueños y conocía lo que tenía que ver con el ciclo de lluvias y sequías, que para las culturas agrícolas es de una importancia capital.

La compensación fue una institución muy desarrollada entre los achaguas como forma de hacer justicia. Para su implementación el jefe del clan revisaba la magnitud del daño, para cuya reparación se daba un lapso fijado por la experiencia. Si el acusado procedía de otro clan se reunían los respectivos jefes para acordar la compensación, que si no se producía según lo acordado, la parte agraviada tenía el derecho a proceder de manera violenta. Esta costumbre corresponde con una cultura que como la achagua se vinculó más a la paz que a la guerra. Cuando ocurrían enfrentamientos bélicos se invitaba a un mirray y al consumo de chicha de maíz y chicha berria.

Como en toda organización clánica, los achaguas practicaban la poligamia y también se aceptó la poliginia sororal; es decir, que un hombre podía casar con dos hermanas a la vez. Antes del matrimonio las mujeres eran separadas del grupo para que no fuesen vistas por los hombres de su localidad y sólo ocasionalmente por los fuereños. Además, debían someterse a ayunos, particularmente durante la menstruación, y eran preparadas para recibir los conocimientos propios de las mujeres casadas, entre otros, los referidos al cultivo. Las diferencias entre los cónyuges eran consideradas como causal suficiente de divorcio.
Practicaron la couvade o covada; es decir que después del parto el padre también se abstenía de trabajar y de consumir ciertos alimentos y bebidas durante un tiempo establecido por la comunidad, considerándolo conjuntamente con la madre, como afectado también por las labores del parto. Esta costumbre ha sido interpretada como un paso del matriarcado a una organización de tipo patrilineal, con lo que el padre afirmaba derechos y vínculos más directos sobre su prole, particularmente con sus hijos varones.

Para establecer el parentesco los achaguas consideraban el linaje del individuo, trazando su descendencia desde un antepasado común conocido, el de sus parientes por la línea materna y el de sus allegados por la línea de su mujer. Un vocabulario de 1762 nos da los siguientes términos: padre: saricanasi; madre: nao, yatuasi; abuelo: abí, nuberrí, abinay; abuela: chyapi, mauyerí; hermano mío: nuberrí; hermano mayor mío: nubecanata; hermana: nuicherro; cuñado: nurrimigerri; cuñada: nituasi.

Las deidades del panteón religioso achagua eran conocidas con el nombre de jurrunaminarí y entre las que reportan las fuentes coloniales están Baraca o Varaca o deidad de las riquezas, Jurrana- minari, de las labranzas; Cuisabirri, del fuego; Prubisana, el causador de temblores y dios flechero; Eno, el de las tempestades; Achacató, el de los truenos; Ibarrutua, madre del lucero de la tarde o Jumenirro, e hija de Urrumadua. Tenían, además, lo que se ha interpretado como un dios tonto llamado Amaribaca Ureca, cuya presencia entre los achaguas recuerda al Amalivacá tamanaco, entre quienes esta deidad era un dios creador y dador de vida. Los achaguas, en cambio, tenían como deidad creadora a una fuerza femenina llamada Urrumadua -lo que demuestra la importancia social de la mujer como agricultora y cuidadora de los cultivos y su lugar preeminente en la concepción del parentesco- y a Guaygerri, nombre que significa El que todo lo sabe. Entre sus mitos los achaguas contaban a sus hijos el de catana o diluvio universal, del que se salvaron una pareja con su prole.

Hubo también deidades dedicadas al trueno y a las tempestades -posiblemente la deidad Hurakán- y parecen haber sido tan importantes que la Relación de Barquisimeto reporta para 1579 algunas ceremonias achaguas de petición de lluvias.

Segunda Parte: Donde se habla del mirray o ceremonia de bienvenida entre los achaguas

Entre sus costumbres tuvieron los achagua un ritual o ceremonia de salutación que celebraban principalmente los solteros achaguas. De manera especial fue utilizada para las bienvenidas y, eventualmente, para reafirmar la paz después de los enfrentamientos bélicos, que ciertamente eran pocos pues los achagua han pasado a nuestra historia como una sociedad pacífica. Aquel ritual estaba tan extraordinariamente organizado y era tan llamativo que a pesar de que los misioneros que escribieron sobre nuestras culturas prehispánicas no entendieron la mayoría de sus costumbres ni la mentalidad que las caracterizaba, uno de ellos describió con lujo de detalles aquella ceremonia. (Juan de Rivero. Historia de las Misiones del Casanare y los ríos Orinoco y Meta, 1973.)
La llamaban mirray y la celebraban en un recinto especial al que denominaban daury, una gran casa donde tomaban chichas, una preparada con maíz y otra que hacían con miel y cazabe fermentado a la que daban el nombre de berria. En este daury se celebraban, además, otras ceremonias, durante las cuales los participantes se disfrazaban con máscaras e indumentarias especiales y danzaban al ritmo de tambores, flautas, maracas y grandes caracoles llamados botutos.

A pesar de que no tenemos descripciones de los instrumentos musicales de esta sociedad, es posible que por sus relaciones con los sálivas, los achaguas adoptasen algunas de sus costumbres, entre ellas los instrumentos musicales. De éstos, las fuentes describen tres tipos: "unos cañones de barro de una vara de largo, tres barrigas huecas en medio, la boca para impeler el aire angosta, y la parte inferior de buen ancho". El otro tipo "es de la misma hechura, pero con dos barrigas, y mayores los huecos de las concavidades intermedias; la tercera clase resulta de unos cañutos largos, cuyas extremidades meten en una tinaja vacía de especial hechura". Estos instrumentos, la especial indumentaria y los pasos de danza que practicaban, impresionaron tanto al misionero jesuita Gumilla, que en su obra lo presenta como "un espectáculo digno de verse en cualquiera corte de la Europa" (Gumilla, El Orinoco..., pp. 162-163.)

El vocablo mirray se deriva del verbo numerraidary, que en la lengua de los achagua significa perorar. Se trataba de una especie de discurso que se decía durante una reunión de características familiares, y en el que a la manera de una peroración se iban repitiendo los argumentos de salutación expuestos y mediante los recursos de la oratoria y de una musicalidad semejante a la del canto gregoriano, se perseguía reforzar en el auditorio las más sentidas emociones del alma. El padre Rivero consideró el mirray como una oración retórica compuesta en estilo elevado.

El daury o "casa de respeto", es calificado por Rivero como "una de las mejores, más capaces y curiosamente trazadas de cuantas he notado entre indios". Era una construcción redonda, "como si hubieran trazado la planta con un compás" y "toda ella parecía una media naranja de las que fabrican en los templos". Tenía una capacidad como para alojar hasta 500 hombres.
Cuando Rivero entró al daury, atendiendo a la invitación que le hicieron, encontró que ya estaban preparados muchos asientos y algunas sillas de respaldo, "que las fabrican muy curiosas y las aforran de pieles de leones, tigres o de lobos de agua".

Muy callados y graves, y con sus armas en la mano, se fueron sentando los huéspedes por turno, atendiendo al rango social que cada uno ocupaba dentro de la comunidad. Así, y según la procedencia o cuisainasí de cada uno de los clanes, se sentarían los Univerrenais, los Amarizanes, los Isiberrenais y los de otros clanes.
Según la costumbre se hizo el recibimiento a los huéspedes. Una vez sentados, el cacique hizo señas a los suyos para que saludasen a los primos, nombre genérico que se daban entre sí. Para este saludo se colocaron en filas, como en una procesión y conservando un orden preestablecido, con sus macanas embrazadas, uno después de otro, y muy serios. Quien los guiaba, hizo una venia al primer huésped y en voz muy baja le dijo mude, que significa primo; luego pasó al siguiente y así los fue recorriendo a todos hasta llegar al último. Los huéspedes o invitados adoptaban iguales actitudes y con gran ternura y en el mismo tono de voz respondían al saludo con la palabra cha, que significa pues.

Terminadas estas salutaciones se dio inicio al consumo de bebidas. Desde el sitio ocupado por el cacique comenzaron a pasarse de mano en mano una totuma, hasta llegar al último, con lo que terminaron esta segunda parte. Luego vino lo más solemne "como punto muy sustancial de su política", el mirray propiamente dicho.

El orador tomó asiento. Puso los codos sobre las rodillas, dejó las armas en su mano izquierda, en tanto que la derecha quedó libre para ponerla sobre la mejilla correspondiente. Estaba cabizbajo y con los ojos dirigidos hacia el suelo. Comenzó entonces su mirray "en tono de oración de ciego, medio entre dientes y con velocidad suma, como cosa estudiada". Intercalando breves descansos, recitó durante largo tiempo, "callando todos hasta concluir la primera parte, que tiene muchas". Cada peroración era rematada con un tono de lamentación, "o como se acaba de cantar una epístola, levantando un poco la voz y dejándola caer de golpe". La persona a quien se dedicaba el mirray debía responder de la misma manera, también "por largo tiempo y rematando del mismo modo".

Seguía luego una especie de contrapunteo y Rivero informa que "así se están sermoneando cerca de hora y media y ya uno, ya otro, como si rezaran a coros, quedándose después muy serenos, sin otros parabienes al predicador ni más aplausos que levantarse cada uno de su asiento".

Este cronista, conocedor de la lengua achagua, interpretó que en estos mirray lo que tratan es de darle la bienvenida a los forasteros, diciéndoles que se alegran mucho de que hayan llegado con felicidad a sus tierras y el mucho gusto que tienen de verlos. Los parlamentos que componen el mirray eran enseñados de manera especial a los niños por sus padres y dice Rivero que "los aprenden con gran desvelo, como los niños cristianos el catecismo". Además del contenido, los niños debían aprender el tono de la voz y el modo de poner la cabeza y las manos, pues no bastaba cualquier estilo y tono para el efecto de esta "cortesía con los huéspedes".

Bibliografía

Acosta Saignes, Miguel. "Areas Culturales de Venezuela prehispánica" (pp. 18-53) y "El Airico" (pp. 77-89). En: Estudios de Etnología antigua de Venezuela. UCV, Ediciones de la Biblioteca, 3 (Colección Ciencias Sociales II). Caracas, 1961, 247 p.
"Arte y Vocabulario de la lengua Achagua", en t. II:24-203, de Documentos jesuíticos relativos a la historia de la Compañía de Jesús en Venezuela. Estudio preliminar, José del Rey Fajardo. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia (Serie: Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 79, 118 y 119). Caracas, 1966 y 1974. 3 t. Cipriano Muñoz y Manzano, Conde de la Viñaza, en su Bibliografía española de lenguas indígenas de América. Madrid, 1892, lo publica como "Arte gramatical de la lengua Achagua. Vocabulario Achagua-Español. Doctrina Cristiana en lengua Achagua", por Juan de Rivero. De la obra de Viñaza existe una edición facsimilar, con estudio preliminar por padre Carmelo Sáenz de Santa María. Editorial Atlas. Madrid, 1977. lxiv+427 p.
Gumilla, José. El Orinoco ilustrado y defendido. 2a edición. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia (Serie: Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 68) y Distribuidora Estudios S.R.L. Caracas, 1993. 524 p. [Con los siguientes estudios: Comentario preliminar, por José Nucete Sardi. Gumilla y la publicación de El Orinoco Ilustrado, por Demetrio Ramos. Bibliografía gumillense. Introducción (El Padre José Gumilla y su libro), por Constantino Bayle]
Rivero, Juan de. Historia de las Misiones del Casanare y los ríos Orinoco y Meta. Madrid, 1973. 453 p.
Simón, Pedro. Noticias historiales. Estudio preliminar, Demetrio Ramos Pérez. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia (Serie: Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 66-67). Caracas, 1987. 2 t.

Strauss K., Rafael A. El tiempo prehispánico de Venezuela. Prólogo, Pedro Grases. Edición de la Fundación Eugenio Mendoza en su 40o Aniversario. Cromotip. Caracas, 1992. 279 p. 

¿Instrumentos musicales prehispánicos en el actual estado Miranda?©

¿Instrumentos musicales prehispánicos en el actual estado Miranda? Rafael A. Strauss K. 1992.

No es posible afirmarlo ni negarlo. El conocimiento sobre el período prehispánico de la historia de América depende en buena parte de lo que informan los llamados cronista y de las consideraciones que la arqueología hace acerca de sus hallazgos. Otras fuentes, como las cartográficas y las lingüísticas, pueden informar acerca de ese momento de nuestra historia que he caracterizado como del contacto mutuo con lo nuevo. Para el caso de la pregunta planteada en este ensayo, que me ha sido solicitado, ninguno de los cronistas coloniales informa sobre instrumentos musicales prehispánicos en el área específica del actual estado Miranda, ni para el tiempo prehispánico propiamente dicho ni para el momento del contacto, cuando muchas de nuestras sociedades indígenas continúan usufructuando, en menor medida, ciertamente, la cultura que los caracterizara al momento del arribo conquistador de España.
Surgiría entonces la pregunta de si no sería ocioso buscar lo que de antemano sabemos que no existe, por lo menos en las únicas fuentes de que disponemos hasta el momento para conocer cualquier aspecto de la cultura indígena en tiempos prehispánicos. Algo de aquello y de esto comuniqué a los editores de la revista solicitante, a quienes, sin embargo, les pareció interesante que escribiera acerca de los argumentos esgrimidos. 
A esto, que no deja de ser una limitación, habría que sumar otro hecho no menos importante, referido al carácter de nuestras culturas prehispánicas. Las sociedades indígenas que habitaron lo que actualmente es el territorio venezolano no alcanzaron niveles de desarrollo como el alcanzado por culturas como la maya, la azteca, la inca y la chibcha, lo cual en ningún momento calificaría como culturas o sociedades atrasadas a las de nuestro tiempo prehispánico. Exceptuando a las sociedades indígenas conocidas genéricamente como timoto-cuicas, en los Andes, a algunas en los actuales estados Lara y Falcón y a otras del área de los llanos occidentales, el resto de nuestro territorio se caracterizó por culturas en tránsito hacia la condición de pueblos agrícolas o pre-agrícolas. Las que alcanzaron este estadio, inclusive, no tuvieron tiempo de desarrollar un numeroso ajuar significativo y perdurable de cultura material, si nos atenemos a los hallazgos arqueológicos; y si nos atenemos a los informes de los cronistas, podríamos concluir que para el momento del contacto mutuo con lo nuevo no tenían en su haber cultural aquel numeroso ajuar significativo y perdurable. Al parecer, al momento de aquel contacto nuestras sociedades prehispánicas estaban en un proceso de especial reacomodo de sus culturas, dentro de una especie de "regionalización" generalizada. 
Los pueblos de características esencialmente nomádicas, por otro lado, tienden a desarrollar lo menos posible un ajuar de cultura material pesado, pues ello entorpece la movilidad por sobre territorios preestablecidos por la experiencia hecha tradición, de lo que dependen para su subsistencia. La búsqueda del sustento propicia una limitación evidente de la producción de enseres más allá de los estrictamente necesarios, así como la implementación de una serie de medidas de control de la natalidad y la supresión de personas con impedimentos físicos y malformaciones genéticas.
Cuando se considera el pasado prehispánico de América en términos de áreas culturales -zona territorial ocupada por núcleos humanos que desarrollaron en forma semejante una serie de rasgos característicos referentes a la agricultura, a las costumbres sociales, a las creencias y prácticas religiosas, al lenguaje, a la artesanía, a las creaciones artísticas, etc. [F. Arellano, 1986]-, es posible interpretar con cierta libertad la presencia o ausencia de elementos, rasgos y complejos culturales. Puede hacerse lo mismo cuando la aplicación de aquella categoría analítica se hace para regiones geohistóricas más reducidas, en este caso Venezuela. Si bien es posible precisar, como en efecto se ha hecho, ausencias y presencias de elementos en cada una de las áreas en las que ha sido dividido nuestro tiempo prehispánico, no es posible considerar límites precisos en el caso de algunos elementos que por su naturaleza y papel dentro de cualquier cultura tienen carácter universal. Es el caso de la música, de las razones y el espíritu que amparan su creación y uso y de los instrumentos para ejecutarla. No significa esto, sin embargo, que el estudioso pueda hacer una transposición ilimitada de elementos culturales de un área a otra, aunque esas posibles transposiciones pueden fungir como hipótesis para futuras investigaciones. 
Para el caso del tema que hoy nos ocupa, podrían intentarse transposiciones de elementos culturales de aquella naturaleza, desde áreas vecinas a la de los caribes de la costa, en la que algunos estudiosos, como Acosta Saignes y J. Steward, han detectado sub-áreas. Sus bases fueron la existencia de particularidades dentro de una misma área cultural. Como una base de la transposición podría pensarse en el hecho de que la falta de reportes por parte de los cronistas no significa necesariamente la inexistencia de un determinado elemento cultural. En el caso del área cultural prehispánica a la que correspondió el actual Estado Miranda, la de los caribes de la costa, la arqueología, quizá por falta de exhaustivos estudios, tampoco permite negarlo o afirmarlo. 
En un intento de precisar la búsqueda de información etnohistórica y arqueológica disponible hasta el momento, es posible hacerlo si nos ubicamos dentro de la estructura de áreas culturales establecida por Miguel Acosta Saignes para los últimos momentos de nuestro tiempo prehispánico. Lo que actualmente es el Estado Miranda estaría incluido dentro del Area Cultural de la Costa Caribe, que iba desde Paria, al oriente, hasta Borburata, al occidente, con los Cumanagotos, los Palenques o Guarinos y los Caracas como sus tres sub-áreas [M. Acosta Saignes, 1946 y 1961]. En la gran síntesis de rasgos culturales que Acosta Saignes logró establecer para esta área cultural, destaca el uso de instrumentos musicales como tambores de piel, trompetas de caracol o botutos, flautas de pan y maracas.
Las maracas indígenas estaban decoradas con plumas y se usaban individualmente. Eran patrimonio exclusivo del piache, quien las utilizaba como elemento importante en sus prácticas de curación y sortilegios. Por lo menos en tres topónimos o nombres de lugares encontramos como raíz el término maraca -Maracapana, Maracay, Maracaibo-; los warao tienen un baile al que denominan de las maracas pequeñas y con el nombre de mara algunos cronistas conocieron una especie de resina para cazar, utilizada por los pueblos llaneros y guayaneses prehispánicos y por algunos de los que habitaron lo que hoy es el Estado Lara.  En los bailes de corro se utilizaban maracas o cascabeles, así como en el baile de Las Turas, en el que aún se utilizan. En realidad, la maraca estuvo difundida durante nuestro tiempo prehispánico por prácticamente todo el territorio venezolano. Asimismo, trompetas, dentro de las que destacan grandes caracoles, trompetas de caracol o botuto (Strombus sp.), palabra derivada del cumanagoto botutu; trompetas de arcilla o de bambú y las trompetas de corteza, de hasta dos metros de largo, como las utilizadas por los piaroa y los sáliva. Por lo general, este instrumento se usaba esencialmente en tiempos de guerra para anunciar el inicio de la acción bélica y/o para otro tipo de mensajes. En cuanto a los tambores sabemos que había los 'de fricción', hechos con la caparazón de las tortugas y los 'de pie', hechos, por lo general, con grandes troncos. Entre los betoyes se reporta un tambor suspendido hecho con "un tronco de unas tres varas de largo y media vara de diámetro" [M. Acosta Saignes, (1966):104] y Gilij, al recoger la historia de algunos pueblos prehispánicos del Orinoco, habla del Amalivacá chamburai o tambor de Amalivacá [F. S. Gilij, II:29-30]. Otros instrumentos musicales del pasado prehispánico de Venezuela incluyen flautas de varios tipos, entre ellas las nasales, las de tibias de venado; pitos de carrizo, turas, el clarinete warao y algunos tipos de silbatos. Algunos cronistas reportan casos de flautas hechas con huesos humanos.
Más especificamente dentro del área cultural de la costa caribe, los cronistas reportan la afición especial de los indígenas píritu por la interpretación de instrumentos musicales. Entre los guarinos o palenques, se estilaban fiestas y otras ceremonias que se celebraban en los espacios residenciales del cacique. A estas fiestas sólo se invitaba a gente 'de rango', quienes iban ataviados con plumas, pectorales de oro y sartas de caracoles atadas a las piernas. Estas últimas se utilizaban principalmente en los bailes de corro y sonaban a modo de cascabeles. A la par que se danzaba se interpretaban cantos, muchos de los cuales eran en honor a los guerreros. Entre los toromaymas,  algunos cronistas reportan el uso de trompetas del tipo botuto y entre los caracas se celebraba la fiesta Itanera. Esta fiesta aparece muy vinculada con los jóvenes iniciados en la piachería, en cuyas reuniones especiales untaban sus cuerpos con resinas y colorantes vegetales, se enmascaraban y se cubrían con vestidos de cortezas, mientras danzaban llevando en sus manos figuras de aves y otros animales, posiblemente en representación de sus tótems. Rafael A. Strauss K., 1992.

Referencias bibliográficas:

Acosta Saignes, Miguel. Los Caribes de la Costa Venezolana. Fondo de Cultura Económica. México, 1946. 61 p.
Acosta Saignes, Miguel. Estudios de Etnología antigua de Venezuela. UCV, Ediciones de la Biblioteca, 3 (Colección Ciencias Sociales II). Caracas,  1961, 247 p.
Acosta Saignes, Miguel. Historia de Venezuela. Epoca prehispánica. Editorial Mediterráneo. España, [1967]. 224 p.
Arellano, Fernando. Una introducción a la Venezuela prehispánica.  UCAB. Caracas, 1986.
Gilij, Felipe Salvatore. Ensayo de historia americana. Traducción y estudio preliminar, Antonio Tovar. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia (Serie: Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 71-73). 2ª edic. Caracas, 1987. 3 t.  
Gumilla, José. El Orinoco ilustrado y defendido. Estudios preliminares, José Nucete Sardi, Demetrio Ramos Pérez y Constantino Bayle. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia (Serie: Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 68). Caracas, 1963. 524 p. 
Steward, Julian H. "Culture Area and Cultural Type in aboriginal America: Methodological considerations". En: Theory and culture change. University of Illinois Press. Urbana, 1955. pp. 78-97.

Strauss K., Rafael A. El tiempo prehispánico de Venezuela. Fundación Eugenio Mendoza. Caracas, 1992. 

martes, 27 de octubre de 2015

Música latinoamericana: observaciones, comentarios, advertencias, por Rafael A. Strauss K.

Observaciones, comentarios y advertencias acerca de la música latinoamericana y su estudio: posibilidad e imposibilidad de establecer regiones musicales /Rafael A. Strauss K. (10)

Conferencia en el Primer Festival de Música Latinoamericana, el lunes 11 de noviembre de 1991, Ateneo de Caracas, 19-24 noviembre, 1991.

Conferencistas: José Arteaga (Colombia), César Pagano (Colombia), Tite Curet Alonso (Puerto Rico), Cristóbal Sosa (Cuba) y, por Venezuela, Evio Di Marzo, José Fernández Freites, Walter Guido, Sergio Pérez, César Miguel Rondón, Jesús Rosas Marcano y Rafael A. Strauss K.

La cultura de América es producto de un permanente proceso de transculturización. En mayor o menos grado las culturas indígenas, hispánica, lusitana y africanas se perfilaron desde sus contactos como culturas aportantes en la cristalización de un modo americano de ser, de estar, de pensar, de vivir, de decir... Si bien en su conformación el proceso que mejor la explica es el que George Foster categoriza como Cultura de Conquista  -cuyos polos estarían indicados por una cultura dominante o donadora y una cultura dominada o receptora-  no es menos cierto que aquella conformación no fue lo mecánico que podría expresar esta bipolaridad, pues si la cultura ibérica fue esencialmente donadora, la cultura dominada fue también donadora, pero a menor escala. Ello explicaría por qué la cultura de América no puede ser caracterizada como hispánica  -o en el caso del Brasil, como lusitana-  ni indígena ni africana. Este mismo perfil originario, además, fue sufriendo cambios en todos y cada uno de sus componentes, con los aportes que a lo largo de la historia de América, han venido haciendo otros importantes contingentes, particularmente durante las primeras décadas del presente siglo, cuyas culturas se han enraizado en la cultura de América.
La enorme cantidad de literatura de las ciencias del hombre americano han destacado tanto las características de los diferentes contactos culturales como los resultados provenientes de cada uno de ellos. En la música, por ejemplo, aparecen claramente visualizadas las presencias de las diferentes culturas aportantes, aun cuando lo ibérico es lo que aparece como elemento dominante. Son España y Portugal los que detentan el poder en todas sus expresiones y gamas, desde el momento mismo de sus llegadas y ocupaciones progresivas de una parte importante de los 42.037.000 km2 que conforman la superficie americana. Portugal se instaló en el inmenso Brasil; España lo hizo en lo que hoy abarcan dieciocho naciones y un Estado Libre Asociado. Este conjunto es lo que se conoce como Latinoamérica o América Latina, a pesar del cuestionamiento que hay en torno a la utilización del vocablo latino como calificativo de este resultado geocultural. Lo hispánico, además, está en la historia del segmento anglosajón de nuestra América: en porciones como Arizona, Oklahoma, Nuevo México, Colorado se utilizó la lengua castellana. Asimismo, en nuestro Mar Caribe, en donde algunas de sus islas fueron de la España conquistadora, hasta pasar a manos de otras potencias europeas. (12)   
Sin duda, un complejo proceso de conformación que, como apuntábamos, no aniquiló los aportes característicos de las matrias participantes. Todo lo contrario: luce la música de América un ropaje siempre novedoso que se fortalece en la originalidad de sus proveniencias. Yo diría que poquísimas partes del mundo contemporáneo podrían contener en su cultura la inmensa y exquisita gama que ofrecen las de Latinoamérica, especialmente en instrumentos, melodía, historia, contenido, variedad de orígenes, voces, ocasiones y motivos para su interpretación... Y algo no menos interesante e importante: las músicas latinoamericanas han continuado enriqueciéndose y no creemos que ello haya significado transformaciones en sus esencias. Una prueba, si se quiere indirecta, de la magnificencia de las músicas latinoamericanas, y de la cultura de América Latina en general, es la permanente solicitud de la que son objeto en otras latitudes, en las que se solicita y aprecia la vitalidad, el colorido melódico, la instrumentación que las caracterizan... Y aquí en América, España y Portugal y el Africa negra pueden venir a buscar parte substancial de la historia de muchos de sus elementos musicales, allá evolucionados, quizá hasta desaparecer, y aquí evolucionados también pero siempre permaneciendo. Esa permanencia, a pesar de los procesos de cambio, es también una de nuestras características y particularidades como cultura latinoamericana. Esta permanencia en el cambio, sin embargo, no ha servido de mucho para el rescate y proyección de nosotros mismos. Pero esto es materia para otra ocasión. 
¿Areas musicales latinoamericanas?  Es posible que su establecimiento sea tarea necesaria, y es evidente que para ello tendríamos que recurrir a algunos postulados de la antropología cultural en sus propuestas de áreas culturales y a algunas consideraciones de la disciplina histórica. La idea de área cultural no es sino una argumentación de carácter teórico que permite condensar similitudes y diferencias culturales en un territorio. La idea de área cultural ha sido particularmente útil en América, por ejemplo, para perfilar su tiempo prehispánico, ubicando en espacios geohistóricos elementos que le son característicos y explicando ausencia y presencia de rasgos y complejos culturales. La utilización de la 'categoría' área cultural ha facilitado que el tiempo prehispánico 'venezolano' se visualice como un conjunto de por lo menos ocho áreas culturales, según propuesta de ese gran latinoamericanista que fue Miguel Acosta Saignes. El mismo Miguel Acosta planificaba, igualmente, para Venezuela, la confección de las áreas culturales posteriores al tiempo prehispánico. 
Sin embargo, la utilización y aplicación de la 'categoría' área cultural debe hacerse sólo en la medida en que se introyecte la idea de que se trata de una 'categoría' sólo útil como recurso de ubicación de rasgos y complejos culturales, lo que permitiría visualizar y hasta cartograficar cómo era o es culturalmente un conjunto en un momento  y espacio determinados. Esto no deja de ser útil, particularmente cuando como en el caso de las sociedades provenientes de situaciones colonialistas, buena parte de su creatividad y creaciones ancestrales se ve soslayada por la imposición de cultura, por la historia nacional que, generalmente, es la historia oficial. En esa historia, salvo en muy contadas excepciones, sólo tienen luminosidad los héroes, los grandes momentos, la llamada 'historia del vencedor', y se deja de lado o se ignora o se da por sentado o se obvia la participación popular, el papel de lo cotidiano, el papel desempeñado, por ejemplo, por las mentalidades como aportes indiscutible e igualmente valiosos. Casi que podríamos decir que es característico del subdesarrollo el ignorarnos a nosotros mismos, por lo que lucimos débiles ante los descaros, por ejemplo, del político ignorante y arrabalero que nos diseña el futuro.
Pero es posible comenzar a minimizar esta autoignorancia colectiva y en ello todos los aportes de las ciencias del hombre son particularmente significativos. De hecho, la aprehensión y utilización de la antropología y la historia lucen como las únicas maneras que tenemos en Latinoamérica para actuar y responder a esas situaciones de menosprecio y de automenosprecio a las que estamos sometidos. Hay tímidas respuestas, por supuesto, y dentro de ellas contamos con la presencia viva y grandiosa de las músicas latinoamericanas. Otra respuesta, tímida, aún tímida, es el rechazo generalizado a conmemorar con los parámetros ibéricos, europocéntricos y de los sectores nacionales americanos subsidiarios de la neodominación, el quinto centenario. Pero esto es asunto para otra ocasión.
En el autorrescate como latinoamericanos, como seres propietarios y usufructuarios incompletos de nuestra propia rica tradición en todos los aspectos de la cultura, debemos, tenemos que poner a funcionar una ciencia social que nos rescate la autoestima; una antropología del nosotrosmismos; una historia en la que nos valoricemos. Poco haríamos diseñando teorías y consideraciones que conmocionen si no sabemos y/o nos disponemos a apreciarlas y usufructuarlas... Afortunadamente, ya hemos comenzado; sólo que pareciera como si siempre hubiésemos estado comenzando, arrancando, pues los aportes que desde América Latina hemos brindado  -y que son muchos, cientos, miles, muchísimos-  parecen haber caído en las redes de la ignorancia a la que hemos sido expuestos y de la autoignorancia en la que pareciéramos empeñarnos. Sería terrible, contraproducente, inhumano, por ejemplo, participar de una unificación latinoamericana, desconociendo nuestra esencialidad cultural o, en todo caso, reconociendo, no sin cierta desidia, nuestra vinculación cultural con las madres aborígenes, ibéricas y africanas. Porque, ¿hasta qué punto el solapado o manifiesto racismo, que también nos caracteriza, no ha influido en esta despreocupación por el nosotrosmismos latinoamericano? Parece que esa influencia discriminatoria ha tenido mucho que ver, y una de sus expresiones, quizá la menos perceptible, se manifiesta tanto en nuestra producción musical ya ancestral como en las formas adoptadas y/o diseñadas para abordar su estudio.
Folklore es una malhadada palabra, harto utilizada para calificar situaciones pintorescas, populares, chabacanas y hasta irracionales, usada así, particularmente por quienes desean diferenciarse a toda costa del quehacer popular. Se ha llegado a concluir, por ejemplo, que lo folklórico es mal sinónimo de pueblo, de popular. Cobró tanta fuerza ese calificativo así empleado que, particularmente en Venezuela, se acuñó la expresión cultura popular como una forma de desfolklorizar la tradición, creatividad, creaciones y alternativas de un segmento social importante como es el pueblo. Al hacer esto se estaba aceptando una situación que es conspicua, obvia, evidente: la estructuración en clases sociales como funcionamiento de nuestras sociedades latinoamericanas. La cultura, que lo es todo, no escapa, entonces, a esta situación social.
Esta realidad, y algo más, debe también considerarse cuando se intenta establecer regiones musicales latinoamericanas, para lo cual la antropología y la historia, como decíamos, y sus metodologías, son de importancia capital. 
Las historias de las músicas nacionales latinoamericanas exhiben lo que es obvio: que el tiempo colonial de nuestra América funge como un rasero que ignora, por definición, la esencia del tiempo prehispánico, precortesiano, precontacto, prelusitano, preeuropeo, precolombino, o como quiera llamarse a esa historia de América que se inicia hacia 35.000 años a.C. y que culmina, en términos de una periodificación general, en 1492. Aquí se inicia un nuevo proceso que tiene a España y Portugal como metrópolis dirigentes y gestoras de un nuevo período para la historia americana, en el que no sólo se reduce al coloniaje a las sociedades aborígenes y se incorporan a él las etnias negras africanas, también paridora de nuestro sido y siendo, sino que no se toma en cuenta la diferenciación manifiesta y característica del mundo aborigen y del mundo negro africano, y si bien la península ibérica tampoco es una unidad cultural, España y Portugal detentarán el poder político y caracterizarán la producción. Cultura de Conquista, cultura donadora, culturas receptoras, en los términos que apuntábamos anteriormente. 
El desarrollo desigual del mundo americano precolonial se confirmará científicamente gracias a la arqueología, la lingüística histórica, la historia, la etnohistoria... Y sin embargo: aborígenes, negros, ibéricos y, posteriormente, otras etnias, dejarán de manera permanente y viva huellas culturales. Esta situación, entonces, es otro elemento que debe tenerse presente al momento de pensar las músicas de Latinoamérica y/o de establecer regiones musicales latinoamericanas. Sumado a ello, las particularidades que concursan en este proceso general y particular de conformación, pues a pesar del origen básico triétnico o trimatricial y del rasero cultural con el que el colonialismo ibérico entendió a las sociedades que encontró e implantó en estas partes, es característica de nuestra cultura, un cúmulo de rasgos que dan esencia y regionalidad diversificadora a esta unidad que en última instancia es Latinoamérica. 
En aquellos lugares, que no países, donde las culturas aborígenes continuaron detentando presencia social y cultural significativa, existe, a efectos de la música, un sustrato importante de música aborigen. No significa esto que en otras partes donde el etnocidio y genocidio colonialista fue más evidente, no exista música con elementos aborígenes. Igual perfil puede trazarse con respecto a la presencia negra africana. Pero deberíamos decir, asimismo, que estas presencias no representan, en realidad, sino aportes más o menos aislados dentro de las culturas nacionales latinoamericanas. Al igual que nuestra cultura, nuestras músicas no son completamente aborígenes, ni negras africanas, ni completamente hispánicas o lusitanas. Esto significa que el establecimiento de regiones musicales latinoamericanas no dependería de la actual estructura de naciones sino de la explicación y aplicación del proceso de conformación de la sociedad latinoamericana; es decir, de su misma historia. Esto significaría, entonces, pensar más en términos macrolatinoamericanos que micronacionales. Ya en 1935 Miguel Acosta Saignes afirmaba que 'La gran inquietud de América reside en el deseo de hallar las afinidades que den por fin ese tono central directivo, del espíritu americano. El anhelo de las nuevas generaciones americanas consiste en descubrir en el alma fragmentaria y contradictoria de América los cauces profundos en que deben haberse fundido en armónica manera las razas mezcladas'. Acosta Saignes aboga desde ese momento por una aprehensión de la realidad de América 'precisamente en su complejidad contradictoria' como una manera de enlazar 'la afinidad entre apartados pueblos y las diferencias entre regiones cercanas', ya que América está en sus hombres y mujeres, cuyas complejidades y características regionales no son ajenas ni pueden comprenderse ni aprehenderse desvinculadas "de las raíces del hombre de nuestra América... Esa unidad, nacional y americana, no puede establecerse excluyendo unos valores o imponiendo otros". La caracterización etnohistórica general que Acosta Saignes hace de América podríamos resumirla con sus propias palabras: 'no olvidamos  -dice-  la multiplicidad de elementos que en ella han intervenido, sino por el contrario en ello pensamos. La fusión del indio, el español y el negro, no ha sido una fusión armónica, y la resultante de la mezcla no ha sido aún dilucidada, todavía no se han determinado los linderos que marcan el predominio de los rasgos característicos a cada una de las razas concurrentes. Habrá que determinar, pues, el límite hasta el cual ha llegado la huella del conquistador; el lugar donde la huella del indio ha permanecido tenaz; los territorios donde la melancólica huella del negro ha quedado arraigada, como solitario cardón'.(13)     
A esta altura de la exposición podríamos preguntarnos qué tan útil resultaría el establecimiento de regiones musicales latinoamericanas o americanas. Yo hablaría, más que de regiones musicales, de una geo-historia de la música latinoamericana, para lo cual existe ya una importante cantidad de trabajos, cuyos datos y reflexiones permitirían confeccionar dicha geo-historia. Tales trabajos, referidos tanto a la música popular tradicional como a la académica, incluyen practicamente toda la gama  de aspectos que pueden tratarse en la materia musical, a pesar de que aún existen, según el parecer de algunos autores, fallas, inexactitudes y carencias. Luis Antonio Escobar, por ejemplo, afirmaba en 1982 que en cuanto a la música colonial de Colombia "todo está por hacer..."; Heitor Villalobos confesaba, en la misma década, que "el compositor en Latinoamérica tiene que ser además de creador, un investigador del folclor, un educador" y, en su propio caso, editor. Alirio Díaz, por su parte, afirmaba que "nuestro pueblo ha sido un celoso guardián de sus tradiciones musicales...", relacionando tan acertada afirmación con la idea de que en un país como Venezuela, "con gobiernos que apenas cumplen un tímido cometido nacional-colectivo... no es de preverse un robustecimiento en nuestras manifestaciones artísticas populares. Mientras un plan monstruoso -continúa diciendo Alirio Díaz- concebido para aniquilar el alma de nuestras tradiciones pareciera contemplarse en la profusión de 'rockolas', discos, cine, programas de radio y televisión, en que lo nacional está mínimamente representado, ese gran creador de arte y tradiciones que es el hombre del pueblo sigue abandonado a sus ambientes naturales, para ir a colmar los 'cinturones de miseria' de las grandes ciudades...'(14)
No compartimos en su totalidad estas apreciaciones de Alirio Díaz, principalmente por la carga un tanto romántica con la que asume la creación musical popular. Pensamos que la preservación de lo popular no es materia de decreto y si no, revisemos el fracaso del 1 x 1 venezolano. Creemos que no es conveniente aislar, sentimental y románticamente, la música popular del resto de creaciones, por ejemplo las de la llamada música urbana; creemos, finalmente, que no es cuestión de competencia entre una producción musical tradicional y nuevas formas musicales. Al fin y al cabo, poquísimas sociedades están exentas actualmente de verse involucradas en procesos de transculturización, procesos que siempre han existido, pero que en la medida en que las comunicaciones y un irreprimible válido deseo de conocer, de experimentar y hasta de variar se han hecho más veloces, efectivos y presentes, la llegada por distintas vías de elementos externos a cada conjunto cultural se ha hecho igualmente efectiva y veloz. El léxico, el habla, la música, son aspectos de la cultura sumamente susceptibles de ser transformados. La ciudad en Latinoamérica ha venido a jugar papeles emisores de insumos para el cambio cultural. Este rol del espacio urbano sería, entonces, otro importante elemento a considerar cuando se trata de graficar -si de eso se trata- el todo musical latinoamericano.
Sumado a esto, y como parte que consideramos importante, y esencial para el destino de nuestra cultura, existen propuestas sumamente atractivas y convincentes para abordar la cultura y, dentro de ella, la producción musical latinoamericana. Muchas de esas propuestas provienen tanto de la reflexión intelectual de algunos estudiosos como de la práctica misma de algunas agrupaciones y de algunas individualidades. Estas propuestas, que esencialmente se han dirigido hacia lo musical urbano, no dejan de ser útiles para el abordaje de toda la producción musical de Latinoamérica, sea la tradicional popular como la más reciente. Uno de los aciertos de estas propuestas, por ejemplo, permitirían poner en entredicho las sospechosas afirmaciones de los puristas de la música llamada folklórica. Los comentarios de estos puristas han terminado por aislar la cultura popular, descontextualizarla de su creador y salvaguarda natural, el pueblo, y haciéndola ininteligible por las nuevas generaciones. Se se continúa aceptando que la cultura popular en su expresión plástica, por ejemplo, sea encerrada en chabonos de cristal; si continuamos aceptando que la música y cultura populares deben permanecer como son, estaríamos decretando su inmediata muerte. Sorprende que como una manera de vincular con el presente la cultura popular, se recurra a la formalidad de una estructura y espacio modernos. Sorprende que los puristas de la música popular se arranquen hipócritamente los cabellos ante los cambios que un grupo musical introduce en sus interpretaciones, cuando en el caso de Venezuela, por ejemplo, desde los años cincuenta la bailarina del pueblo venezolano ha desbaratado la esencia de nuestras danzas populares. 
Afortunadamente, Latinoamérica se está haciendo cada vez más presente a través de la irreverencia. Al decir esta palabra recuerdo a ese magnífico señor que nuestra oficial ha intentado esconder: Simón Rodríguez y su revolucionaria frase Inventamos a Erramos.        
Propondríamos, entonces, más que el establecimiento de regiones musicales latinoamericanas, un aglutinamiento y consideración de sus músicas bajo los parámetros de su historia, sin olvidar el rol jugado por cada una de sus particularidades culturales. Se debería pensar en la preparación, para su edición, de una obra que aglutine históricamente el abanico musical de Latinoamérica. Ejemplos hay, como la Historia de América propugnada por la Unesco. No ignoramos, por supuesto, dos buenos trabajos: América Latina en su música y Ensayos de música latinoamericana, edición de la Casa de las Américas, compilaciones que, aun siendo de indudable utilidad, repiten el esquema de monografías temática y músicas nacionales, que es conveniente comenzar a superar, pues no lo apreciamos como la forma idónea de mostrar el todo musical latinoamericano. 
Afortunadamente, se ha venido creando un conjunto de propuestas que lucen como bases idóneas para ese aglutinamiento científico de nuestra producción musical. En líneas anteriores hablábamos de la irreverencia, del cambio, de la invención necesaria... Hay esbozos muy significativos como los que se desprenden de lo que han venido haciendo Un Solo Pueblo, Los Caifanes, Madera, Michel Camilo, Wilfrido Vargas, Irakere, por mencionar algunos. Es altamente motivante, por ejemplo, este Primer Festival de Música Latinoamericana, y dentro de él, la idea de estas exposiciones que hoy han comenzado. Algo muy bueno está ocurriendo para que un Sergio Pérez, ese maravilloso cantautor y bailador, venga a hablarnos de la influencia indígena en nuestra música latinoamericana, o que un músico como Evio aborde el universo infantil en la música de América Latina. En Latinoamérica ha continuado, afortunadamente también, todo un proceso de sana y desprejuiciada reflexión no sólo sobre nosotros mismos sino en particular sobre nuestra producción musical de antes y de ahora. Leonardo Acosta, Fernando García, Iván Pequeño Andrade, Tite Curet Alonso, Argeliers León, Mariano Etkin, Raúl Rodríguez Porcell y Pedro León, por mencionar a algunos solamente. Es de todos conocido el trabajo de ese acucioso investigador que es Juan Carlos Báez El vínculo es la Salsa, cuya segunda edición está próxima a salir. Leíamos ayer el más reciente artículo de Lyl Rodríguez, en El Nacional, cuya introducción, al igual que las reflexiones de Juan Carlos Báez en torno a la música urbana, nos parecen atinadas, motivantes y sustentadoras de aquel Inventamos o Erramos simonrodriguiano: dice Lyl  que "la salsa está en permanente proceso dialéctico de cambios y renovación sin abandonar su raíz inicial. Ella sigue siendo un vehículo de respuesta masivo ante las diversas situaciones en que se ve envuelto el hombre latinoamericano-caribeño y continúa marcando pautas de irreverencia con códigos que sólo entienden quienes conocen de segregación y futuro."(15) Podríamos acotar que esta reflexión es aplicable a toda nuestra producción musical.
Parece prudente concluir, entonces, 1) que la música latinoamericana, principalmente en su expresión popular, se visualiza como una congregación de elementos musicales materiales y no materiales, estéticos y conceptuales, provenientes de la cristalización de los aportes de los tres segmentos que conformaron y constituyeron nuestra esencia o ser cultural latinoamericano; 2) que este aporte básico triétnico no ha impedido el enraizamiento en nuestra cultura y, por ende, en nuestra música, de otros aportes históricamente significativos y, 3) que la posibilidad de establecer regiones culturales radica en cómo se comprenda el proceso de esta peculiar constitución de nuestra cultura. 

Notas:

10 La programación completa de este evento puede verse en El Nacional, Caracas, 13.10; 3.11; 8.11; 9.11 y 10.11. Una descripción del programa, en El Nacional, Caracas, 10.11. Pueden verse, además, los trabajos de Lyl Rodríguez: "Toda la música que somos", El Nacional, Caracas, domingo 10.11.1991, C1 y "Hay conferencias de saber y sabor. Guido, Strauss, Rondón, Marcano, Fernández Freitez y Pérez". Economía Hoy, Caracas, lunes 18.11.1991, p. 27, Sólo música y el reportaje "Expertos ofrecen visión de la música de América Latina". El Nacional, Caracas, lunes 11.11.1991, C-Arte. Los otros conferencistas fueron: José Arteaga (Colombia), César Pagano (Colombia), Tite Curet Alonso (Puerto Rico), Evio Di Marzo (Venezuela), José Fernández Freites (Venezuela), Walter Guido (Venezuela), Sergio Pérez (Venezuela), César Miguel Rondón (Venezuela), Jesús Rosas Marcano (Venezuela), Cristóbal Sosa (Cuba)
12 Pedro Henriquez Ureña. Historia de la cultura en la América hispánica. Fondo de Cultura Económica (Colección Popular, 5). 8ª reimpresión. México, 1970. Principalmente, pp. 7-9.
13 En: Nelson Osorio, 1986, p. 9.
14 Ensayos de música latinoamericana. Selección del Boletín de Música de la Casa de las Américas. Casa de las Américas (Colección Nuestros Países, Serie Música). La Habana, [1982]. pp. 49 y 83.
15 "Toda la música que somos". El Nacional, Caracas, domingo 10 de noviembre de 1991, C1.