A propósito del libro de Miguel Felipe Dorta Vargas
Dorta
debió haberse impresionado cuando Armas Alfonzo le dijo desde una Élite de 1945, que es una lástima que
nuestros historiadores hayan olvidado a la arepa como capítulo en la historia del pueblo venezolano, capítulo muy digno de interés, tanto por su función en la alimentación de la
colectividad nacional, como por su interés para los amigos de lo vernáculo y como divulgación de nuestras grandes cosas.
Sesenta
y cinco años después del comentario, no resulta extraño que un historiador se
haya ocupado en Venezuela de un asunto que hasta hace poco tiempo le estaba
prácticamente vedado, por una distribución de intereses y de objetos de estudio
que nadie pidió y, sin embargo, se continuaba defendiendo la idea, totalmente
acertada, por lo demás, de la historia como disciplina integral, sólo que ha
sido recientemente cuando en nuestro país esa idea se ha vuelto más verdad,
quizá porque la historia ha venido hermanándose con otras disciplinas, sobre
todo con la antropología, en una combinación de maneras de abordar objetos de
estudio, con la convicción de que se anda por sendas prometedoras y con
resultados de indiscutible altura científica.
Se
trata de un proceso por demás interesante, en el que otras disciplinas fueron
también acercándose a la historia para entender procesos y no momentos; vale
decir: para plantearse de manera diacrónica y no sólo sincrónica los problemas
que investigan. Hubo el caso, inclusive, de que los nuevos intereses, la
combinación de metodologías y la convicción que afloraba, se hizo nuevo
escenario, la etnohistoria, donde la antropología y la historia pueden dialogar
con menos altanería.
Lo
nuevo fue el nombre, en realidad, porque desde el nacimiento de la historia,
sus oficiantes hacían, en esencia, etnohistoria, cuando recordaban eventos,
cuando interrogaban a protagonistas, cuando contaban gente, cuando admitieron a
los dioses en los predios de sus estudios y se los entregaron a la psicología,
al arte, a la literatura; cuando mitos y leyendas se tomaron como maneras
extraordinarias en que los pueblos se narran su historia; cuando la palabra
pasó de la oralidad a ser escrita… Es probable que en Venezuela, en la medida
en que nuestra historiografía ha dado cuenta de la particular hazaña de
nuestros héroes, aquella otra manera de hacer la historia haya podido
recorrer un periplo más corto y presentarse en nuestros días con otras
posibilidades, como, en efecto, lo está haciendo.
Creo que la
historia política, aun cuando tiene mucho que decir todavía, y que siempre lo
tendrá, ha venido dando paso a otras historias -sobre todo desde principios
de los setenta del siglo pasado- porque en aquélla solía faltar la gente, y
uno se preguntaba dónde estaba; solía faltar lo cotidiano, la espontaneidad, la
resistencia, la aceptación, el conformismo, el desarraigo, la pertenencia, el
cambio; los olores, gustos, sabores; los amores, desamores; el hambre, la escasez,
la abundancia; el miedo, el orgullo, la dignidad, el honor; el pecado, las tensiones,
la santidad, la mentalidad, es decir, tantas cosas alucinantes, fantásticas,
sencillas, aparentemente intrascendentes, que sucedieron y suceden cada día pero
a las que muy pocos le dan la importancia que seguramente se merecen. Sin la
vida cotidiana no hay sociedad, y siempre tengo presente la famosa sentencia de
Nietzsche (De la utilidad y los
inconvenientes de la historia para la vida, 1874) de que El verdadero
historiador debe tener la fuerza de acuñar en algo insólito lo que es de todos
sabido y de proclamar generalidades, en forma tan simple y profunda, que la
simplicidad hace olvidar lo profundo y lo simple hace olvidar la profundidad.
Hasta
el momento se han producido en Venezuela suficientes trabajos de investigación
que asumen la “nueva historia” y “lo nuevo” en historia, que dan cuenta de lo
provechoso que resulta para la comprensión global de nuestra cultura, vale
decir, de nuestra historia, transitar los caminos de las mentalidades, del
imaginario colectivo y del individual, asumiendo, muchas veces sin ser
conscientes de ello, uno de los postulados esenciales de la teoría
antropológica de que La cultura se deriva de los componentes biológicos,
ambientales, psicológicos e históricos de la existencia humana -M. Herskovits,
El Hombre y sus obras-; es decir,
toda una hipótesis que hace de la antropología una disciplina síntesis, lo cual
se evidenció con la incorporación de lo histórico sobre todo por medio de la
etnohistoria.
Esta
investigación de Miguel Dorta, originalmente su tesis para optar por la
Licenciatura en Historia-UCV y que ahora se publica, es una nueva muestra de lo
que afirmamos.
Se
trata de un trabajo sobre algo tan cotidiano como la arepa, que la acuciosidad
de Dorta, hartamente conocida y con frecuencia comprobada, coloca sobre el
tapete de las nuevas posibilidades de la historia y la antropología, en un
diálogo que resulta cómodo y comprensible, tanto por el equilibrio que Miguel
logra en su discurso, como por la sinceridad con la que interroga al
impresionante cúmulo de fuentes que utiliza y la inteligencia y precisión con
que procesa las respuestas. Me parece evidente que la claridad en lo teórico y
en lo empírico con que Dorta aborda la arepa como objeto de estudio, le permite
introducirse en los sutiles intersticios del imaginario, y salir ileso, y en el
no menos complicado terreno del estudio de la cotidianidad, para resolver con
novedosas ganancias para nuestra historia cultural, la historia nuestra que
tuvo el privilegio de hacerse arepa, de modo que este trabajo no sólo es
respuesta a lo que plantearan Armas Alfonzo y Herskovits, sino a las
inquietudes de un historiador de la nutritiva grandeza que encierra la arepa.
Desde
su infancia india la arepa fue narrada por cronistas y viajeros en la
perspectiva inusitada de aquel encuentro mutuo con lo nuevo, que puso en tinta
la oralidad prehispánica, que se fue haciendo uso en la colonia con
terminología trastocada y adolescencia que se fue anexando a la cotidianidad de
todos. Y es ya adulta la arepa cuando el Tirano Aguirre llamaba a los de aquí,
comedores de arepa y el realista Pablo Morillo confiesa en Caracas que Todo
lo puedo pasar en esta tierra, menos esas perrísimas tortas de maíz que llaman
arepas, hechas sólo para estómagos de negros y de avestruces. Y el maíz, es
sorprendido por la pluma de Andrés Bello, quien lo considera jefe altanero de
la espigada tribu, en tanto que Job Pim hace de la arepa un sentimiento que ya
es propio al proclamar en su famoso poema que En idioma español, de buena
cepa, ‘pan de maíz’ titulase la arepa, pero es preciso ser de nuestra tierra para
saber lo que la arepa encierra. Bolívar la prefería al pan de trigo, en tanto
Ramón David León encuentra en sus entrañas un alma generosa y un corazón
lleno de bondad útil.
Y muchos más
aportes sobre la arepa, en artículos, exposiciones, documentales, que siguen
sus rutas; que saltan desde sus ruralidades
hasta la universalidad que le garantiza por siempre el ingenioso invento de la
harina precocida. Distintas caras, grosores, tamaños, rellenos en sus gustos y regionalidades, pero la arepa siempre,
como lo presintiera Picón Salas en su Pequeña
historia de la arepa, como lo ha plasmado el paisano Pedro Marcial
Bereciartu en sus observaciones
cinematográficas y como hace Miguel Dorta en ¡Viva la arepa!, sabor, memoria e imaginario
social en Venezuela.
Este exquisito trabajo
de historia cultural puede tenerse, además, como un buen ejemplo de
investigación de lo cotidiano, no tanto por la utilización idónea del método
histórico -que eso lo aprende y lo maneja quien estudie en nuestra Escuela de
Historia de la UCV-, sino por el cuidado que ha tenido Miguel al estudiar el
presente de un elemento de nuestra cotidianidad pues lo cotidiano en presente
suele ser fuente de sí mismo, digamos. Aquí radicaría, creo, uno de los obstáculos
que puede presentar un objeto de estudio cuya presencia se impone tanto a quien
investiga como a quien conoce el resultado de la investigación. Sabemos más de
él que de acontecimientos y personajes de nuestro pasado; sabemos de él
porque forma parte de la cotidianidad, a la que tengo acceso porque forma
parte de mi cotidianidad. Pero ese objeto no sale de la nada, sino de un
complicado proceso de valoraciones que termina manifestándose con la fuerza de
lo simbólico, que encuentra espacio en lo que suele llamarse imaginario, definido siempre a partir de
lo social, de lo colectivo, lo que significa tener en cuenta, por ende, que
todo imaginario se construye social e históricamente.
En
este sentido, creo que entre los principales desafíos que Dorta se propuso como
científico de lo social con esta investigación, fue demostrar en qué grado y por
qué la arepa es de los venezolanos, por qué le pertenece a Venezuela y, en
última instancia, por qué Venezuela y los venezolanos somos el escenario
predilecto de ese especial y ancestral producto del maíz que es la arepa. No
podía, entonces, sino analizarla históricamente, lo cual hace con un logro que
no deja de sorprender, sobre todo por el cúmulo de fuentes de todo tipo que
utiliza y que utiliza bien. A nuestro modo de ver, Dorta logra dialogar con lo
sincrónico y lo diacrónico, de modo que relaciona tradición, imaginario, memoria
colectiva, momentos de la arepa y el presente,
porque no deja de ser interesante que la arepa -y otros productos del maíz-
nace en nuestro tiempo prehispánico, pasa al colonial y llega hasta nuestros
días como manjar indiscutible y exquisito. Es la arepa historia viva, tradición
cómodamente incrustada en nuestra tradición; palabra vegetal, oración
genealógica de árbol consanguíneo por el que todos en Venezuela hemos terminado por ser parientes, amamantados por los
milenarios argumentos del maíz, uno de los prodigios de América.
En
el Índice Dorta desgrana el recorrido
de su investigación y sirve viandas con las que equilibra su propósito de
estudiar la arepa en todas sus dimensiones posibles, con el menú que
proporcionaría un científico social que se propone analizar la creación humana
inserida en la arepa. Voces antropológicas, etnohistóricas, sociológicas,
históricas, políticas, artísticas, tecnológicas, iconográficas en versiones
científicas y populares, hacen de este trabajo un manjar suculento, donde el
maíz -Grano de Dios, Teocintle, diríamos en náhuatl- se transforma en palabra
después de hacerse deidad de toda América en aspavientos creativos nunca
detenidos; y la palabra arepa prácticamente deviene deidad de Venezuela,
repitiendo afuera lo conquistado aquí. Deidad, maíz y arepa amasan sus
ilimitadas posibilidades nutritivas y en distintas manos cambian sus aspectos y
disfrazan su esencia para el ritual de alimentarse con las benevolentes
criaturas que producen la convicción de su sabor, la memoria amasada en su
masa, el imaginario que salta siempre no más la nombramos, por lo que sí, viva,
vivan la arepa y Alfa, por este nuevo acierto editorial.