viernes, 30 de octubre de 2015

El mirray o la salutación entre los achaguas, Venezuela.©

viernes, 30 de octubre de 2015

El mirray o la salutación entre los achaguas, indígenas del tiempo prehispánico de Venezuela©/ Rafael A. Strauss K., 1992.

Primera Parte. Donde se habla acerca de los achaguas y su cultura

Los achaguas, de filiación lingüística arawaca, es una de las sociedades indígenas que habitaron el territorio de lo que actualmente conocemos como Venezuela. Conjuntamente con los caquetíos, los betoyes, los jirajaras y los gayones, se les ha incluido dentro del Area Cultural de los Arawacos Occidentales. Algunas fuentes coloniales los presentan emparentados en matrimonios con comunidades de los llanos como los sálivas.

Fueron conocidos también con los nombres de jaguas, xaguas, ajaguas y axajuas y ocuparon el espacio geohistórico que las fuentes coloniales denominan Airico, palabra que en su lengua significa Montaña Grande. En sus expansiones hacia el norte ocuparon lo que se conoce como el Airico de Macaguane -poblado también por betoyes y jirajaras- y que las fuentes ubican entre el río Uribante y el río Sarare; y el Airico de Barragua, Gran Airico o Airico de los Achaguas, que se extendía de oeste a este, desde Santiago de las Atalayas y San Juan de los Llanos, cerca del Orinoco, y de norte a sur entre los ríos Vichada y Guaviare, principalmente.
En las inmediaciones del lago de Valencia hubo un pueblo aborigen que fue identificado con el nombre de ajagua y con el de axaguas a los habitantes indígenas que hacia 1579 moraban cerca de Barquisimeto. A mediados del siglo XVII, se sabe de un grupo de achaguas en la región de Apure y hacia el siglo XVIII se tienen noticias de un importante núcleo achagua en el área de Casanare.

Para este mismo siglo aún había en Barragua veinte 'poblados' achaguas, cuyos nombres eran Quiraseveni, Curruau, Mazata, Chubuave, Marraiberrenais, Guachurriberrenais, Atarruberrenais, Charaberrenais, Juadevenis, Quirichanies, Guadevenis, Duberretaquerris, Chubacanamis, Virraliberrenais, Murriberrenais, Yurredas, Majurrubitas, Nerichen, Cjevades y Cuchicavas, que en realidad eran clanes matrilineales exogámicos, con un promedio de 100 individuos cada uno. Clanes, porque sus miembros constituían un grupo de parentesco unilineal que se creían descendientes de un antepasado común, que se pierde en el tiempo; matrilineal, porque la descendencia se contaba por la vía femenina o por la vía de la madre; exogámicos porque el individuo en edad de matrimoniarse estaba obligado a buscar pareja fuera del mismo clan.
En las labores agrícolas participaban hombres y mujeres. Aprovechaban al máximo el espacio disponible para el cultivo, pues entre una y otra mata de yuca sembraban una de maíz y entre éstas, batatas y varias plantas rastreras para impedir el desarrollo de malas hierbas. Las mujeres tejían telas y hamacas en un tipo de telar llamado arawaco; preparaban cazabe en el sebucán y cuidaban el cabello de sus maridos, que pintaban de acuerdo a reglas clánicas. Asimismo, fabricaban cerámica, a la que daban brillo con un barniz vegetal extraído del algarrobo o las coloreaban con arcillas ocres rojizas o amarillentas. Los hombres, además, pescaban y cazaban y para la recolecciónn utilizaban cestos tejidos por ellos mismos; trabajaban la madera y fabricaban las armas de caza como macanas, arcos y flechas.

Los hombres se encargaban también de recolectar y preparar los troncos con los que fabricaban empalizadas o enramados para proteger los 'poblados' y las casas de los gobernantes, sobre todo de las incursiones bélicas de los caribes. Según Pedro Simón, un lugar así protegido podía ser hasta "de más de trescientos pasos en cuadro, cercado de gruesos troncos de espinosas ceibas y otros palos, entretejidos todos de largas y crecidas puntas con que tenían el sitio como inexpugnable."

Los achaguas tuvieron especialistas en la actividad comercial, particularmente intensa en lo que se refiere al aceite de abay y las quiripas o cuentas cortadas de conchas de caracoles, que eran utilizadas como monedas en la Venezuela prehispánica. Otros especialistas fueron el mohán y el camarícacay. El mohán pronosticaba la suerte de la comunidad en cuanto a la cacería, las cosechas, la salud, los viajes y transacciones de los comerciantes; el camarícacay interpretaba los sueños y conocía lo que tenía que ver con el ciclo de lluvias y sequías, que para las culturas agrícolas es de una importancia capital.

La compensación fue una institución muy desarrollada entre los achaguas como forma de hacer justicia. Para su implementación el jefe del clan revisaba la magnitud del daño, para cuya reparación se daba un lapso fijado por la experiencia. Si el acusado procedía de otro clan se reunían los respectivos jefes para acordar la compensación, que si no se producía según lo acordado, la parte agraviada tenía el derecho a proceder de manera violenta. Esta costumbre corresponde con una cultura que como la achagua se vinculó más a la paz que a la guerra. Cuando ocurrían enfrentamientos bélicos se invitaba a un mirray y al consumo de chicha de maíz y chicha berria.

Como en toda organización clánica, los achaguas practicaban la poligamia y también se aceptó la poliginia sororal; es decir, que un hombre podía casar con dos hermanas a la vez. Antes del matrimonio las mujeres eran separadas del grupo para que no fuesen vistas por los hombres de su localidad y sólo ocasionalmente por los fuereños. Además, debían someterse a ayunos, particularmente durante la menstruación, y eran preparadas para recibir los conocimientos propios de las mujeres casadas, entre otros, los referidos al cultivo. Las diferencias entre los cónyuges eran consideradas como causal suficiente de divorcio.
Practicaron la couvade o covada; es decir que después del parto el padre también se abstenía de trabajar y de consumir ciertos alimentos y bebidas durante un tiempo establecido por la comunidad, considerándolo conjuntamente con la madre, como afectado también por las labores del parto. Esta costumbre ha sido interpretada como un paso del matriarcado a una organización de tipo patrilineal, con lo que el padre afirmaba derechos y vínculos más directos sobre su prole, particularmente con sus hijos varones.

Para establecer el parentesco los achaguas consideraban el linaje del individuo, trazando su descendencia desde un antepasado común conocido, el de sus parientes por la línea materna y el de sus allegados por la línea de su mujer. Un vocabulario de 1762 nos da los siguientes términos: padre: saricanasi; madre: nao, yatuasi; abuelo: abí, nuberrí, abinay; abuela: chyapi, mauyerí; hermano mío: nuberrí; hermano mayor mío: nubecanata; hermana: nuicherro; cuñado: nurrimigerri; cuñada: nituasi.

Las deidades del panteón religioso achagua eran conocidas con el nombre de jurrunaminarí y entre las que reportan las fuentes coloniales están Baraca o Varaca o deidad de las riquezas, Jurrana- minari, de las labranzas; Cuisabirri, del fuego; Prubisana, el causador de temblores y dios flechero; Eno, el de las tempestades; Achacató, el de los truenos; Ibarrutua, madre del lucero de la tarde o Jumenirro, e hija de Urrumadua. Tenían, además, lo que se ha interpretado como un dios tonto llamado Amaribaca Ureca, cuya presencia entre los achaguas recuerda al Amalivacá tamanaco, entre quienes esta deidad era un dios creador y dador de vida. Los achaguas, en cambio, tenían como deidad creadora a una fuerza femenina llamada Urrumadua -lo que demuestra la importancia social de la mujer como agricultora y cuidadora de los cultivos y su lugar preeminente en la concepción del parentesco- y a Guaygerri, nombre que significa El que todo lo sabe. Entre sus mitos los achaguas contaban a sus hijos el de catana o diluvio universal, del que se salvaron una pareja con su prole.

Hubo también deidades dedicadas al trueno y a las tempestades -posiblemente la deidad Hurakán- y parecen haber sido tan importantes que la Relación de Barquisimeto reporta para 1579 algunas ceremonias achaguas de petición de lluvias.

Segunda Parte: Donde se habla del mirray o ceremonia de bienvenida entre los achaguas

Entre sus costumbres tuvieron los achagua un ritual o ceremonia de salutación que celebraban principalmente los solteros achaguas. De manera especial fue utilizada para las bienvenidas y, eventualmente, para reafirmar la paz después de los enfrentamientos bélicos, que ciertamente eran pocos pues los achagua han pasado a nuestra historia como una sociedad pacífica. Aquel ritual estaba tan extraordinariamente organizado y era tan llamativo que a pesar de que los misioneros que escribieron sobre nuestras culturas prehispánicas no entendieron la mayoría de sus costumbres ni la mentalidad que las caracterizaba, uno de ellos describió con lujo de detalles aquella ceremonia. (Juan de Rivero. Historia de las Misiones del Casanare y los ríos Orinoco y Meta, 1973.)
La llamaban mirray y la celebraban en un recinto especial al que denominaban daury, una gran casa donde tomaban chichas, una preparada con maíz y otra que hacían con miel y cazabe fermentado a la que daban el nombre de berria. En este daury se celebraban, además, otras ceremonias, durante las cuales los participantes se disfrazaban con máscaras e indumentarias especiales y danzaban al ritmo de tambores, flautas, maracas y grandes caracoles llamados botutos.

A pesar de que no tenemos descripciones de los instrumentos musicales de esta sociedad, es posible que por sus relaciones con los sálivas, los achaguas adoptasen algunas de sus costumbres, entre ellas los instrumentos musicales. De éstos, las fuentes describen tres tipos: "unos cañones de barro de una vara de largo, tres barrigas huecas en medio, la boca para impeler el aire angosta, y la parte inferior de buen ancho". El otro tipo "es de la misma hechura, pero con dos barrigas, y mayores los huecos de las concavidades intermedias; la tercera clase resulta de unos cañutos largos, cuyas extremidades meten en una tinaja vacía de especial hechura". Estos instrumentos, la especial indumentaria y los pasos de danza que practicaban, impresionaron tanto al misionero jesuita Gumilla, que en su obra lo presenta como "un espectáculo digno de verse en cualquiera corte de la Europa" (Gumilla, El Orinoco..., pp. 162-163.)

El vocablo mirray se deriva del verbo numerraidary, que en la lengua de los achagua significa perorar. Se trataba de una especie de discurso que se decía durante una reunión de características familiares, y en el que a la manera de una peroración se iban repitiendo los argumentos de salutación expuestos y mediante los recursos de la oratoria y de una musicalidad semejante a la del canto gregoriano, se perseguía reforzar en el auditorio las más sentidas emociones del alma. El padre Rivero consideró el mirray como una oración retórica compuesta en estilo elevado.

El daury o "casa de respeto", es calificado por Rivero como "una de las mejores, más capaces y curiosamente trazadas de cuantas he notado entre indios". Era una construcción redonda, "como si hubieran trazado la planta con un compás" y "toda ella parecía una media naranja de las que fabrican en los templos". Tenía una capacidad como para alojar hasta 500 hombres.
Cuando Rivero entró al daury, atendiendo a la invitación que le hicieron, encontró que ya estaban preparados muchos asientos y algunas sillas de respaldo, "que las fabrican muy curiosas y las aforran de pieles de leones, tigres o de lobos de agua".

Muy callados y graves, y con sus armas en la mano, se fueron sentando los huéspedes por turno, atendiendo al rango social que cada uno ocupaba dentro de la comunidad. Así, y según la procedencia o cuisainasí de cada uno de los clanes, se sentarían los Univerrenais, los Amarizanes, los Isiberrenais y los de otros clanes.
Según la costumbre se hizo el recibimiento a los huéspedes. Una vez sentados, el cacique hizo señas a los suyos para que saludasen a los primos, nombre genérico que se daban entre sí. Para este saludo se colocaron en filas, como en una procesión y conservando un orden preestablecido, con sus macanas embrazadas, uno después de otro, y muy serios. Quien los guiaba, hizo una venia al primer huésped y en voz muy baja le dijo mude, que significa primo; luego pasó al siguiente y así los fue recorriendo a todos hasta llegar al último. Los huéspedes o invitados adoptaban iguales actitudes y con gran ternura y en el mismo tono de voz respondían al saludo con la palabra cha, que significa pues.

Terminadas estas salutaciones se dio inicio al consumo de bebidas. Desde el sitio ocupado por el cacique comenzaron a pasarse de mano en mano una totuma, hasta llegar al último, con lo que terminaron esta segunda parte. Luego vino lo más solemne "como punto muy sustancial de su política", el mirray propiamente dicho.

El orador tomó asiento. Puso los codos sobre las rodillas, dejó las armas en su mano izquierda, en tanto que la derecha quedó libre para ponerla sobre la mejilla correspondiente. Estaba cabizbajo y con los ojos dirigidos hacia el suelo. Comenzó entonces su mirray "en tono de oración de ciego, medio entre dientes y con velocidad suma, como cosa estudiada". Intercalando breves descansos, recitó durante largo tiempo, "callando todos hasta concluir la primera parte, que tiene muchas". Cada peroración era rematada con un tono de lamentación, "o como se acaba de cantar una epístola, levantando un poco la voz y dejándola caer de golpe". La persona a quien se dedicaba el mirray debía responder de la misma manera, también "por largo tiempo y rematando del mismo modo".

Seguía luego una especie de contrapunteo y Rivero informa que "así se están sermoneando cerca de hora y media y ya uno, ya otro, como si rezaran a coros, quedándose después muy serenos, sin otros parabienes al predicador ni más aplausos que levantarse cada uno de su asiento".

Este cronista, conocedor de la lengua achagua, interpretó que en estos mirray lo que tratan es de darle la bienvenida a los forasteros, diciéndoles que se alegran mucho de que hayan llegado con felicidad a sus tierras y el mucho gusto que tienen de verlos. Los parlamentos que componen el mirray eran enseñados de manera especial a los niños por sus padres y dice Rivero que "los aprenden con gran desvelo, como los niños cristianos el catecismo". Además del contenido, los niños debían aprender el tono de la voz y el modo de poner la cabeza y las manos, pues no bastaba cualquier estilo y tono para el efecto de esta "cortesía con los huéspedes".

Bibliografía

Acosta Saignes, Miguel. "Areas Culturales de Venezuela prehispánica" (pp. 18-53) y "El Airico" (pp. 77-89). En: Estudios de Etnología antigua de Venezuela. UCV, Ediciones de la Biblioteca, 3 (Colección Ciencias Sociales II). Caracas, 1961, 247 p.
"Arte y Vocabulario de la lengua Achagua", en t. II:24-203, de Documentos jesuíticos relativos a la historia de la Compañía de Jesús en Venezuela. Estudio preliminar, José del Rey Fajardo. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia (Serie: Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 79, 118 y 119). Caracas, 1966 y 1974. 3 t. Cipriano Muñoz y Manzano, Conde de la Viñaza, en su Bibliografía española de lenguas indígenas de América. Madrid, 1892, lo publica como "Arte gramatical de la lengua Achagua. Vocabulario Achagua-Español. Doctrina Cristiana en lengua Achagua", por Juan de Rivero. De la obra de Viñaza existe una edición facsimilar, con estudio preliminar por padre Carmelo Sáenz de Santa María. Editorial Atlas. Madrid, 1977. lxiv+427 p.
Gumilla, José. El Orinoco ilustrado y defendido. 2a edición. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia (Serie: Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 68) y Distribuidora Estudios S.R.L. Caracas, 1993. 524 p. [Con los siguientes estudios: Comentario preliminar, por José Nucete Sardi. Gumilla y la publicación de El Orinoco Ilustrado, por Demetrio Ramos. Bibliografía gumillense. Introducción (El Padre José Gumilla y su libro), por Constantino Bayle]
Rivero, Juan de. Historia de las Misiones del Casanare y los ríos Orinoco y Meta. Madrid, 1973. 453 p.
Simón, Pedro. Noticias historiales. Estudio preliminar, Demetrio Ramos Pérez. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia (Serie: Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 66-67). Caracas, 1987. 2 t.

Strauss K., Rafael A. El tiempo prehispánico de Venezuela. Prólogo, Pedro Grases. Edición de la Fundación Eugenio Mendoza en su 40o Aniversario. Cromotip. Caracas, 1992. 279 p. 

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