Antonio Reyes, Caciques aborígenes venezolanos, Universidad Católica Andrés Bello (Colección Historia, 12), Caracas, 2009. Prólogo de Rafael A. Strauss K.- “Nada me importa la opinión de los arqueólogos o de aquellos intransigentes investigadores”, quienes suelen negar lo “no avalado por la documentación escrita.” Son palabras de Antonio Reyes, que suscribimos, porque el hecho de que los caciques aborígenes venezolanos, cuya valentía, generosidad y abnegación Reyes cuenta, apenas fueran reportados por las primeras escrituras que desde nuestra geografía se remiten a España, no significa que no existieran esos gobernantes indios que Reyes perfila, entre otras razones porque “!En la conquista todo pudo suceder!”, como bien lo asegura, de modo que parece evidente que la investigación humanística ha debido haberlos rastreado desde hace tiempo. Hay razones para ambos pareceres, sin embargo.
Es obvio que esas personas líderes, asociadas en el trabajo de Reyes al llamado momento del contacto, no aparecen de la nada y bastarían pocos ejemplos -sí documentados, según la ortodoxia de la investigación histórica- como para suponer que cada uno de los caciques perfilados por Reyes no se improvisan en el encuentro devastador de la conquista sino que su estirpe de dirigentes luce sembrada ya en tiempos anteriores a la debacle. Así parecen demostrarlo unos noventa casos, hasta donde puedo afirmarlo por una investigación que realizo actualmente, de descendientes de caciques que en el tiempo colonial de Venezuela andan solicitando privilegios reales para continuar gobernando a sus gentes. Los hemos llamado Caciques por la Gracia del Rey. Algunos de ellos lograron conservar su nombre indígena; otros no. Así, tenemos, por ejemplo, a Caricoto (Guacara), a Santiago Poyeque (Cagua), Ajualto (La Guayra de los Paracotos), Don Matheo de Oroguaypur (San Mateo), Sirigua (Trujillo), Pumero y Párica, de Turmero, a Thomorpo (Cagua), a Tupano, de Antímano, a Quiarin (Cumaná), a Joseph Tomusa (Chuspa), Pamplona (Turmero) y a Yabuda (Barinas), al lado de Don Raimundo de Balza, cacique hereditario de Mucuchíes; a Don Melchor de los Reyes, de Niquitao; a Don Juan Miguel de Piña, de Humocaro Alto; a Don Pedro Lauro, de Guanare; a Don Juan Madris, de Guarenas; a Don Andrés de León, Tostós y a Don Josef de Roxas, Mérida, por sólo mencionar algunos.
Los documentos de archivo que hemos analizado no dejan de arrojar una situación interesante para revisar con lentes no tradicionales la institución prehispánica del cacicazgo en nuestro tiempo colonial. En varios de los casos, la estirpe cacical se acerca bastante al tiempo anterior y esto lo propicia el hecho de que uno de los requisitos que la Corona española solicita es la pureza de sangre del solicitante, además de demostrar la línea cacical. Existe un caso, por ejemplo, en el que el aspirante manda a dibujar su árbol genealógico, pieza que abarca hasta tres generaciones. Es evidente, entonces, que dicha institución tiene raíces más profundas que las que nuestra historiografía ha reconocido, cuando este asunto se menciona.
Es en esta línea donde habría que ubicar tanto el trabajo de Reyes como el acierto de esta nueva edición que patrocina la Universidad Católica Andrés Bello, Caciques aborígenes venezolanos.
No tiene empacho Reyes en nacionalizar la estirpe cacical en nuestra historia más antigua, en cuyo período conocido como Neoindio (1000 a. C. - 1500 d. C.), a nuestro modo de ver, seguramente comenzó a perfilarse aquel importante complejo cultural. En ese momento, la estabilización de asentamientos humanos es significativa, producto, entre otras cosas, del sedentarismo y la agricultura. Hay un aumento, asimismo, de un ceremonialismo vinculado con todas las etapas del individuo y con elementos importantes de la sociedad, como el poder en todas sus expresiones, amen de la importancia que adquiere el comercio. Fuentes de agua, cotos de caza y pesca, bosques, orillas de lagos, lagunas y del mar van a formar parte en algunos casos de las “pertenencias” del cacique local, y su cuidado y protección genera códigos de castigo para el usurpador; y hay funcionarios y ejército especializados. Y asimismo, expresiones artísticas, unas 320 estaciones, hasta el momento, de petroglifos, pinturas rupestres, conjuntos megalíticos y otras.
Tal complejización de la cultura de entonces, que produce, además, formas teatrales, expresiones deportivas, mitos específicos con personajes tan importantes como Amalivacá y Vochí -asociados fuertemente con el Quetzalcoatl mesoamericano, con Bochica, con Nemquerequeteba- y diosas creadoras como Urrumadua, se sustentan en formas colectivas para la organización del trabajo, su especialización y relaciones intra-aldeanas de carácter político y de parentesco y de relaciones interaldeanas.
No sería ocioso suponer, entonces, que esta ristra de logros culturales produjera, en algunos casos, y reforzara en otros, gobernantes cuyo poder garantizaba el perfil local. Es en el Neoindio cuando parece visualizarse una “regionalización” cultural, que se expresa en la consolidación de modos característicos de vida, cuyos elementos definitorios han venido apareciendo desde períodos anteriores.
No otra cosa explican, por ejemplo, el inicio de una diferenciación entre jefes, sus servidores inmediatos y el resto de la población en la provincia guarina de Anoantal -centro norte costero de Venezuela-, donde el cacique Guaramental dispone de unos seiscientos guerreros -que custodian sus aposentos y cotos naturales para la caza y la pesca-, de un sistema de tributos -cuya recaudación pareció abarcar unas veinte leguas- y de una casa fortificada y con espacios especialmente dedicados a residencia y almacenamiento. Y de esto supieron cronistas como José Gumilla y Filipo Salvatore Gilij, quienes reportan, además, las doscientas mujeres -entre adultas y doncellas- que le fueran enviadas por jefes guarinos de menor importancia como Guamba, Gotoguaney y Majare, que se mencionan junto a otros como Turperamo, Barutahima, Querequerepe, Guaima; y no son menos sugerentes las diferencias entre Guaramental y Orocopón, para cuyo sometimiento y resolución de viejos conflictos por tierras, el guarino entra en tratos con Agustín Delgado y otros aliados indios como Canauruma, Cachicamo, Periamo y Tunucutunuma.
Menos desconocida es la resistencia de Guacaipuro, quien en la segunda mitad del siglo XVI convoca a un levantamiento de las sociedades indias gobernadas por Baruta, su hijo; por Aramaipuro, Chacao, Aricabacuto, Chicuramo, Caruao, Araguare o Araguaire y el toromaima Carapaica.
Toda una pléyade de nombres, pues, de jefes, principales, señores de la tierra, gobernantes, caciques indios que fue naciendo en la medida que la antigua Venezuela se regionalizaba y se hacía más compleja su cultura. Es cierto que no podemos contar las largas genealogías de las que provenían, y no es menos cierto que su desaparición de los predios de nuestra historiografía se debe más al hecho de esa suerte de complejo étnico que tanto mal nos ha hecho al decidir, así no más, que como nuestro pasado anterior a la España no exhibe magnificencias arquitectónicas y de otras índoles al estilo de otras culturas aborígenes del continente americano, apenas merecía atención de la ciencia. No tenerlas pareció permitir a nuestra historiografía inicial que ignorara o, en el mejor de los casos, difiriera -con honrosísimas excepciones, afortunadamente-, inclusive el interés por nuestras sociedades indias -en pasado y presente- e incluso el de la africanía que fue traída a golpes de esclavitud. Y quienes hemos tenido ese interés nos hemos topado con resultados y alicientes magníficos y es mucho lo que falta todavía a la mística, al romanticismo y a la imaginación arqueológica, histórica, lingüística, etnohistórica, con las que hay que asumir cuestiones como éstas.
Pero nos preguntamos, cómo enfrentar el silencio de las fuentes escritas coloniales que nos incumben, porque no interesó a nuestros cronistas la situación y características culturales del indígena, excepto en la medida en que fuera levantisco o amigo, o como sujeto de repartimiento, congregación y encomienda o como destinatario de catequización; sumado a ello, el espíritu caballeresco que incita y caracteriza la conquista y poblamiento de América desvió las miradas de aquellos corresponsales -con pocas excepciones- hacia el enfrentamiento, la guerra, la búsqueda de materiales naturales preciosos, la conquista, la fundación, la obtención de prebendas personales y para el reino triste de la España entonces inconclusa. Y siempre con fortísimas dosis de fantasía.
Todo ese ruido bélico, fundacional, poblacional; todas esas intenciones muy cercanas a lo inhumano, han sembrado silencios, incómodos e injustos silencios, que hasta han sido tenidos como dogmas de fe para implantar y justificar lo que en definitiva es una actitud subjetiva respecto de la importancia o no de nuestras sociedades aborígenes y sus características culturales. Quizá lo que comenta el cronista Gilij eche por tierra esa concepción, o la relativice, de que el no poseer escritura u otras formas de registro histórico material hace de aquellas gentes sociedades atrasadas.
Aquí no hubo códices, por ejemplo, en los que entre otras cosas se pintaba la genealogía del gobernante; ni estelas mayas, muchas de las cuales informan sobre gobernantes, eventos y otras noticias. Pero Gilij escribe que “los indios, muertos sus ancianos, es decir, aquellos que hacen las veces de los libros, se habían quedado privados de muchos conocimientos útiles.” (Ensayo de historia americana, IIII:30-31) Y de los pocos ancianos “que quedaban”, Gilij obtuvo información preciosa y precisa en el siglo XVIII. Y una tragedia paralela es que con esas muertes fallecieron también quienes debían sustituirlos, en esa cadena de oralidad que los pueblos que hablan su historia se preocupan por estructurar. Sabemos, por ejemplo, que entre nuestros achaguas se preparaba a jóvenes que aprendían de memoria la historia de su cultura y la cantaban en ciertas ocasiones. Igual que en África. Quizá los petroglifos y algunas figuras reveladas por la investigación arqueológica contengan información de carácter histórico, y la representen, pero no se ha podido aún desentrañar sus contenidos.
Varios comentarios más pudiéramos agregar pero los que hemos dicho nos parecen suficientes para fortalecer la idea de que la imaginación puede fungir también como hipótesis de trabajo. Porque la literatura es hálito vital que abre audaces caminos para recorrer sin prisa las mentes generosas; ese enigma con el que contamos los humanos para inventar la gloria e imaginar acerca de lo real o lo irreal o de ambos escenarios, como si fueran cierto o no lo fueran; y es que cuando imaginamos a la luz de un evento tenido por cierto, el ser humano completa sus andanzas por el conocimiento... Preguntémosle a Herrera Luque, por ejemplo, o a Cervantes o hasta al mismo Quijote, que uno llega a dudar si fue el Quijote quien escribió a Cervantes o fue éste quien escribió al Quijote.
Con esta nueva edición de Caciques aborígenes venezolanos la Universidad Católica Andrés Bello rinde merecido homenaje a la venezolanidad que particularmente hoy necesitamos fortalecer en demasía. Y nos parece atinado que de la gran obra de este polígrafo nuestro, Antonio Reyes, tan prestigiosa institución de educación superior haya seleccionado ésta que es un aporte certero de Reyes al indigenismo de Venezuela y América; que amplía un panorama promisor, no necesariamente para comprobar veracidades y sí para replantearse maneras menos ortodoxas para dar a conocer aspectos de nuestra historia, relegados al sótano de los olvidos. Porque cuando prácticamente desde la nada Reyes asume a los caciques nuestros como tema, tiene como finalidad “despertar en el sentimiento popular afecto y admiración por la raza pobladora de estas tierras” y “elevar el concepto que se pueda tener del aborigen venezolano”, respetando ambiente y personajes, según afirma en el breve preámbulo a la tercera edición de su Caciques.
Y es evidente el logro, sin duda, que estableciendo nuevas maneras de asumir un tema silenciado, mira a los caciques, según afirma, “desde el umbral del ensueño”, pero no como “profesor de instituto” con su cúmulo de verdades -de las que llaman históricas, y “que ostentan tan escaso valor real como puede tenerlo la más temeraria ficción”, afirma-, sino que destrabando la imaginación se convence de que quienes “destruyen la fantasía terminan por destruirse a sí mismos.” Rafael A. Strauss K, 2009