En Veintiuno, Arte-Tendencias-Opinión. Revista de la Fundación Bigott, Año 4, Nº 16, Caracas, 2007, pp. 27-29. Escrito el 17.3.2007. "Veintiuno. Esta
revista, en su edición 16, analiza el miedo: un recorrido por diferentes
matices del influjo de esa emoción en el ámbito personal y social de los
individuos; de la mano de autores tan calificados como el psicoanalista
jungiano Rafael López Pedraza con "El Miedo, demasiado humano", el
antropólogo Rafael Strauss con "El miedo como sociofacto y
mentifacto" y el periodista Pablo Antillano con "La turbación
mediática y el Estado omnipotente". Editado por Fundación Bigott.” En: El Universal, Caracas, miércoles
30.5.2007.
Escribir
sobre el miedo es referirse, necesariamente, a un elemento esencial de la naturaleza
humana, lo que explicaría por qué ninguna de las ciencias que se ocupan de lo
humano han dejado de referirse, cuando no de tratarlo profundamente, al miedo.
Y sin embargo, a pesar de la enorme cobertura de la que ha sido objeto, las
definiciones que se conocen del miedo, parecieran no satisfacer lo que
suponemos que es, lo que sentimos que es, lo que se experimenta cuando se tiene
miedo, quizá por la enorme carga individual que suele tener esa sensación que,
además, se expresa en todos los ámbitos de la existencia humana y, por ende, en
todos los aspectos de la cultura.
Al
igual que el amor y la muerte, el miedo quizá sea la otra verdad en cuyos
espacios transcurre toda la vida de los seres humanos, sólo que para la muerte
no existe otra manera de soportarla que aceptar su existencia, sin remilgos por
el miedo a la muerte, y esperarla… Será por ello que todas las doctrinas
religiosas incluyen en su esencia la idea de mancillar lo menos posible la vida
para que la muerte se presente sin mayores reclamos y pague el ser humano la
mínima cuota por pecado.
El
miedo está hecho de cuerpo, de mente, de cultura, de agallas, de dignidad, de
pudor, de angustia… Es tanto un sociofacto como un mentifacto, es decir, un
producto tanto de índole social como de índole psíquica… La epidermis cambia su
aspecto y su temperatura para dar señales de temor. Es difícil de ocultar, en
todo caso. Se activan, de inmediato, fuerzas ocultas que viven en el bajo
vientre que el atemorizado apenas controla… Se dispone, y esto es significativo,
de toda una estirpe de fármacos, pociones y otras estrategias que hacen del
miedo y sus gradientes y afines, un hecho bio-cultural de circunstancia que se
intenta combatir en sus expresiones corporales, pero el miedo va mucho más allá
del estómago flojo, de la sudoración, de la pálida piel que se hace lívida para
transparentar el escenario real del miedo que es lo psicológico, una de las
componentes de esa unidad bio-psico-social que es para la antropología el ser
humano.
Lo desconocido, gama prácticamente inmedible, se solapa en la psique y aflora ante diversos estimulantes, cuya gama es también inmedible, entre otras razones, porque una buena parte de ellos depende de la educación que haya recibido el individuo y también de los propios temores que haya ido adquiriendo en su experiencia como ser social. ¿Habrá pocos niños que no hayan sido sometidos a la existencia de asustadores? Presencias que como el coco suelen ser convocadas desde muy temprano para controlar por el miedo las desavenencias del niño con normas tradicionales o con deseos de sus padres. La base aquí es la natural ignorancia que exhibe el infante sobre la verdad o no de la existencia de esas fuerzas… ¿Pero desaparece el coco en la adultez? En realidad, es sustituido por otros asustadores. En todo caso, las reacciones ante lo desconocido habilitan todo un mundo de reacciones somáticas y psíquicas, muchas de cuyas razones son aún desconocidas por las ciencias médicas y la psicología, en tanto que la antropología encuentra en la cultura aditamentos materiales y no materiales con los que individuo y grupo combaten la influencia inevitable y perniciosa del miedo.
Esos
dispositivos culturales –de una variedad ciertamente inimaginable– no sólo
sirven para protegerse sino que sirven, además, para que el antropólogo detecte
en ellos asuntos de mentalidad, formas de pensar, grados en que se expresa el
temor, fuerzas ocultas y hasta visibles que se tienen como propiciadoras de
temor, de miedo, de angustia…, alimentando con esta información las
expectativas de otras disciplinas. El miedo y su combate, entonces, son buenas
fuentes para que las ciencias del Hombre, del anthropos, conozcan de manera
objetiva las vísceras del miedo en su expresión colectiva e individual y sus
entretelones.
Un
mundo prácticamente infinito de ese combate, que es lo que en última instancia
interesa resolver, lo representan, sin duda, las fórmulas orales protectoras,
la mayoría de las cuales llega hasta a escribirse, decorarse, imprimirse,
distribuirse, y se convierten así en una suerte de fetiche, tan igual a los que
se materializan en la pepa’e zamuro, la peonía, el azabache, la piedra imán, la
medalla bendecida, amén de la guiña, los dedos índice en cruz, el trapo para
atarle las bolas a Pilatos y la cruz de sal en el piso para que no te llueva
porque la humedad ambiente, entre otras cosas, no sólo te desbarata la fiesta,
sino que puede afectarte de manera visible el cabello planchado y tienes miedo
de aparecer fea…, o feo. La estampita, que desde hace ya tiempo venden
plastificada, te permite portar contigo y con tus miedos la protección de una
oración-imagen que con el sólo hecho de saber que la llevas es garantía de
seguridad.
Es
interesante, por ejemplo, la cantidad de estampitas que se venden,
principalmente en el mundo con fuerte tradición judeo-cristiana…, a las que se
ha sumado toda una gama de posibilidades que para la salud mental, la armonía
corporal, el equilibrio del ser humano en los espacios que se habitan se cree
proporcionan piedras, aromas que salen de sustancias y dispositivos especiales
y ese horror contenido en las varitas de incienso. Me parecen tan horribles que
un día comenté que los malos espíritus no se iban por la supuesta efectividad
de esas varitas sino por el mal olor que desprenden…, lo que viéndolo bien, no
estaría mal, aunque al parecer no es el olor lo que espanta lo malo sino el
humo, lo cual quizá explique por qué en muchos grupos de la América antigua se
utilizaba, y lo utilizan aún sus descendientes, el humo del tabaco para
espantar misterios. Porque toda cultura sigue su curso, apoyada en lo que le es
tradicional, lo que permite que se la reconozca en los avatares del cambio,
cambio al que encapan muy pocas sociedades del mundo…
Nuevas pociones, nuevos aromas, sin embargo, han surgido con la comunicación de la era moderna, para combatir nuevas preocupaciones e inclusive otros miedos, revelados por escuelas de pensamiento no occidental, como el de la desarmonía del espacio que se ocupa, el miedo al mal olor corporal o de la casa, la oficina, el pasillo, la calle… Miedo, en todo caso, enmarcado en lo que siempre será lo que quizá de manera atinada define el DRAE como perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario o como ese recelo o esa aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea; o lo que se tiene como temor, que es pasión del ánimo que hace huir o rehusar aquello que se considera dañoso, arriesgado o peligroso, que es presunción, sospecha o recelo de un daño futuro. Estas definiciones nos rodean y no es fácil escaparnos de ellas, de tal manera que todo cuanto creemos que sirve para aminorarlas, alejarlas, debilitarlas, es bienvenido.
Una pregunta que
suelen hacer quienes “no creen” pero que igual sienten miedo es si el amuleto y
afines funcionan. Sí, funcionan, porque quien los usa cree que funciona y esto
es suficiente. Y es suficiente, como respuesta al científico, al racional, a
quien no cree, y como protección porque no hay otra cosa que te proteja de lo
desconocido… ¡Cuántas mentes racionalistas cuando van a enchufar un aparato se
encomiendan a Dios…! En el nombre de Dios, dicen, y asunto arreglado…; o
invocan a Dios y a otros entes protectores cuando salen de viaje o convertimos
en fetiche protector la foto de un ser querido para, además, sentirnos menos
solos. Y esto es válido, por supuesto, máxime en nuestros días, cuando
prácticamente asistimos a la posibilidad de la destrucción de la especie
humana… y la especie humana parece estar tomando conciencia de ese miedo
latente que gana más espacio en lo que Ulrich Beck ha denominado sociedad del
riesgo.
Porque por más teorías antropológicas de
los sabios colonialistas que menospreciaron en sus consideraciones las
creencias de “el otro”; por más Freud y afines que exhiba la psicología como
explicaciones del miedo individual y colectivo y otras sustancias del temor y
reacciones semejantes; por más elucubraciones teológicas y doctrinarias que
usen y difundan las religiones…, el miedo existe en todos y con él y por él los
paliativos ideados por la misma cultura a la que se pertenece, aunque una buena
parte son prácticamente universales. No en balde una de las definiciones
antropológicas de cultura más completas que conocemos es la que la mira como
resultado de factores esenciales como la tradición, la imitación, el
aprendizaje y la realización de modelos comunes, que es como la concibe A.
Kloskowska.
Tampoco escapa el ser humano a la idea de
M. Herskovits de que la cultura descansa y se deriva de lo biológico, lo
ambiental, lo psicológico y lo histórico de la existencia humana, lo que
significa que el ser de una cultura termina imprimiendo una suerte de
esclavitud colectiva sobre quienes hacen su vida en ella… Sí, no ignoramos los
posibles cambios, pero estos cambios, previstos por el dinamismo de toda
cultura, obedecen asimismo a la dinámica de aquellos componentes y, por ende,
de la cultura de que se trate.
Porque en su cultura el individuo
encuentra todo, inclusive aquello que entendemos como miedo, temor, pavor y
otros elementos afines. Y es que como parte de esta razón de ser, en la cultura
está todo ese imaginario, individual y colectivo, que acompaña al ser humano
por el solo y simple hecho de pertenecer a una cultura determinada. En ese
imaginario no sólo están el miedo y sus activadores, sino las estrategias para
aminorarlo, vencerlo, pero no ignorarlo. Quien conozca la extraordinaria investigación de Jean
Delumeau puede darse cuenta de que el autor demuestra con pruebas indubitables
que tanto los individuos como las colectividades pueden ser víctimas del miedo,
con el que sólo queda mantener un diálogo permanente; miedos que en su libro
adoptan las caras terribles y demoníacas de la peste, las guerras, las disputas
religiosas, la inseguridad permanente y la manipulación del terror particularmente
por parte de la Iglesia.
Pero el miedo y afines fungen a veces, o pueden
fungir, como alertas, avisos, luces amarillas que preventivamente se encienden,
o que son encendidas, o que encendemos. En la interpretación que demos a estos
avisos puede que se active buena parte de nuestra capacidad de raciocinio y
entonces recurrimos a estrategias “más científicas”. Es decir, que se activan,
o pueden activarse mecanismos “racionales” de protección y entonces aparecen
estrategias como la prudencia (alejarse de la causa del miedo o del posible
miedo), la intuición (que existe per se y que como “sé que la tengo” trato de
que llegue a su máxima expresión o sentido común o experiencia o sentido de la
supervivencia)… No avanzo si oigo el cascabel de la noble serpiente, que le
avisa a mi miedo; no me lanzo a la profundidad si no sé nadar; no salgo a
descampado si la tormenta eléctrica es fortísima; no juego con fuego porque
puedo quemarme; no hables mal de alguien porque tienes rabo de paja o mira
primero la viga que tienes en tu ojo…
La verdad de que nadie está exento de sentir miedo
le imprime a esta sensación una suerte de fuerza propia, con una dinámica no
menos propia. Sentimos que se expresa desde el nacimiento mismo y es por eso
que la religión en todas sus formas es uno de los universales primarios de la
cultura. Y es que como fondo, digamos, de todas las religiones, se encuentra el
miedo, fuerza que capitaliza todo cuanto espanta, todo cuanto se desconoce. Y
la religión institucionalizada suele, igualmente, capitalizar el miedo, sobre
el que ejerce un control bastante difícil de ignorar. En esto radicaría esa
consideración de que la religión institucionalizada suele ser una especie de
droga y sus seguidores una suerte de adictos. Pero antes de esa institucionalización
ya el ser humano sentía miedo y, por supuesto, trataba de combatirlo por
diferentes medios. Nos lo insinúan iniciales expresiones del arte rupestre
europeo donde se despliega todo un sentido de protección ante el miedo que
obviamente produce la cacería que se va a llevar a cabo… Se trata de
representar, a través de lo que se conoce como magia simpática, lo que deseo
que ocurra y cómo quiero que ocurra. Las presas de caza son expresadas en toda
la majestuosidad que le es propia al bisonte, al mamut, para dominarla con la
tímida flecha, que igualmente se representa. La figura humana apenas aparece,
quizá para que el animal no se dé cuenta de que será quien lo cace…
Hay miedo allí, sin duda, como lo hay en el hecho de
que toda la gama sacerdotal que habita en los distintos grados de religión
conocidos en el mundo, es la primera elite. El brujo, el shamán, el mohán, el
sacerdote, y tantas otras denominaciones, poseen el conocimiento, y lo
administran –en pro o en contra, depende, de individuo y grupo– sobre eclipses,
cosechas, lluvias, tempestades, oscuridad, claridad, espíritus que se cree
medran en parajes húmedos, huracanes, tormentas, rayos, apariciones, espantos,
inundaciones, sequías…, porque los dioses suelen castigar o “enviar pruebas”
tanto de su existencia como al grado de fe individual o grupal. Crecer en el
temor de Dios, pero crecer también en el temor a Dios.
Para la religión católica, el temor de Dios es un don del Espíritu Santo –junto
con
la Sabiduría, el Entendimiento, el Consejo, la Fortaleza, la Ciencia y la
Piedad–, y se lo tiene como un miedo
reverencial y respetuoso a Dios y, como tal, inspira que nos apartemos del mal
para ir hacia el bien, es decir, a todo lo que Dios representa. Es por eso que
la religión, independientemente de las argumentaciones de los sabios filósofos,
siempre estará presente en tanto exista el ser humano, cuyos miedos no acabarán
y menos el máximo miedo que es el que se le ha tenido y se le tendrá a la
muerte. Porque el ser humano ha inventado la máxima idea protectora que, en
síntesis, se llama dios; ha tenido que crearlo, e imaginarlo siempre, para
disponer de una fuerza amigable con la cual combatir la ristra casi innumerable
de fuerzas contrarias al bien, a la luz, al Hombre, al mismo dios… Una fuerza
amigable que mitigue tanto la fuerza ancestral del miedo como los momentos
específicos en que el miedo se presenta. Dios, cualquiera sea la forma que el
Hombre le haya dado, siempre estará presente –porque así debe ser– y siempre
como fuerza benefactora –porque también así tiene que ser–, en tanto que el
mal, cualquiera sea la forma que se le haya dado siempre estará presente para
poder explicar y, sobre todo evaluar, tanto al bien como al máximo benefactor.
No es un secreto, sin embargo, que el
dios de nuestros ancestros está como rodeado de temor, de miedo, lo que no es
de extrañar puesto que toda divinidad fascina y espanta al mismo tiempo, en sus
ojos, en la fuerza de la mirada, en la posición benefactora de sus manos, en
algún atributo nefasto –pisar una culebra, dominar un rayo, monumentalidad de
la imagen, su naturaleza dividida en dos o más fuerzas que constituyen su
esencia, corona de espinas, mirada dulcísima–... En esto radica buena parte de
la fuerza que la mantiene viva. Y la religión institucionalizada, cualquiera
sea su procedencia y tradición manipula esa especie de doble discurso. Pero lo
que en el fondo se manipula es el hecho, como afirmábamos, de que nadie escapa
a la sensación de miedo y sus derivados inmediatos –miedo neurótico, miedos agudos y miedo crónico– y a otras
sensaciones que se ubican dentro del mismo campo: ansiedad, fobia, terror,
horror, susto, sobresalto,
pánico…
Pero la
protección contra el miedo no siempre proviene de escenarios sacralizados pues
cuando aseguro que “con la verdad ni ofendo ni temo”, estoy explayando toda una
filosofía que, entre otras cosas, me protege en última instancia del miedo a la
maledicencia, del miedo al mal sentimiento que pueda provocar un acto
supuestamente ofensivo… La madre, protectora por naturaleza, es otro elemento
que debilita el miedo… y, por supuesto, toda persona en quien uno haya
depositado sus afectos, e inclusive una mascota y hasta un objeto sin el cual
no se puede conciliar el sueño.
Diversos
intersticios los del miedo, sin duda, al que contribuye de manera notoria la
cultura. De hecho, varios estudiosos consideran que esta sensación es en los
humanos una construcción cultural cuya variabilidad ha sido estudiada ya por
varios antropólogos. Y se ha descubierto, por ejemplo, entre las muchas cosas
que la antropología puede brindar al tema de las mentalidades, que algunas
comunidades como los ifaluk –Micronesia– consideran positiva la cobardía, lo
que hace de la confesión pública del miedo un valor positivo. Se ha comprobado,
asimismo, la trascendencia que tienen sobre individuo y colectivo las
informaciones alarmistas de los medios de comunicación, ante las cuales el
receptor apenas dispone de tiempo o del instrumental adecuado para reaccionar
sin miedo… En este sentido, son famosas la experiencia que se vivió en 1938 a
propósito del programa radial de Orson Welles –La guerra de los mundos– y su
antecedente en 1926 con un experimento semejante propiciado por Knox Fox a
través de una emisión por la BBC de Londres…
Cambios
culturales significativos se han producido en casi todo el mundo por las
acciones terroristas de grupos fundamentalistas, particularmente a partir de
1989. Pero no sólo ellos, sino también gobiernos que se dicen democráticos, que
han hecho del miedo un arma de dominación política y, por ende, de control
social. En esto el miedo a la guerra es evidente, lo mismo que el miedo a sus
consecuencias mediatas e inmediatas: enfermedades, pobreza, destino incierto del inmigrante, pandemias,
pérdida de seres queridos, miedo al etnocidio y al genocidio… Un elemento
bélico de especial significación en la creación de terror colectivo es el vuelo
constante de aviones de guerra, con la excusa de desfiles militares o de
pruebas de armamento adquirido. Nadie en Caracas quisiera que se viviera de
nuevo El Caracazo, ni los golpes de estado que vivimos… Recuerdo que una de las
cosas que se agotó de inmediato fue la manzanilla…
El miedo,
además, está en la base de la educación y del sistema jurídico penal. La teoría
del premio y el castigo, de Skinner, es ilustrativa de lo primero, en tanto que
de lo segundo ya Octavius –pretor, año 79 aC– asomaba una idea que forma parte
del Derecho Penal de muchos países, el “metus causa” o acción impulsada por
miedo insuperable y que es causa eximente.
Y no es cierto que los adelantos
tecnológicos eliminen las fuerzas ancestrales, de todo tipo, que como tales
nacieron con el ser humano… La bomba atómica produjo miedos desconocidos. Los
grandes adelantos tecnológicos quizá distraigan al usuario, momentáneamente sin
duda, pero esto no elimina el que me atemorice cuando voy a enchufar la
computadora o el temor constante de que la información que guardo se me borre…
Los demoníacos virus no se detienen y doy gracias a Dios si no atacan.
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