martes, 17 de enero de 2017

El miedo como sociofacto y mentifacto, por Rafael Antonio Strauss K.


En Veintiuno, Arte-Tendencias-Opinión. Revista de la Fundación Bigott, Año 4, Nº 16, Caracas, 2007, pp. 27-29. Escrito el 17.3.2007. "Veintiuno. Esta revista, en su edición 16, analiza el miedo: un recorrido por diferentes matices del influjo de esa emoción en el ámbito personal y social de los individuos; de la mano de autores tan calificados como el psicoanalista jungiano Rafael López Pedraza con "El Miedo, demasiado humano", el antropólogo Rafael Strauss con "El miedo como sociofacto y mentifacto" y el periodista Pablo Antillano con "La turbación mediática y el Estado omnipotente". Editado por Fundación Bigott.” En: El Universal, Caracas, miércoles 30.5.2007. 

Escribir sobre el miedo es referirse, necesariamente, a un elemento esencial de la naturaleza humana, lo que explicaría por qué ninguna de las ciencias que se ocupan de lo humano han dejado de referirse, cuando no de tratarlo profundamente, al miedo. Y sin embargo, a pesar de la enorme cobertura de la que ha sido objeto, las definiciones que se conocen del miedo, parecieran no satisfacer lo que suponemos que es, lo que sentimos que es, lo que se experimenta cuando se tiene miedo, quizá por la enorme carga individual que suele tener esa sensación que, además, se expresa en todos los ámbitos de la existencia humana y, por ende, en todos los aspectos de la cultura.

Al igual que el amor y la muerte, el miedo quizá sea la otra verdad en cuyos espacios transcurre toda la vida de los seres humanos, sólo que para la muerte no existe otra manera de soportarla que aceptar su existencia, sin remilgos por el miedo a la muerte, y esperarla… Será por ello que todas las doctrinas religiosas incluyen en su esencia la idea de mancillar lo menos posible la vida para que la muerte se presente sin mayores reclamos y pague el ser humano la mínima cuota por pecado.
El miedo está hecho de cuerpo, de mente, de cultura, de agallas, de dignidad, de pudor, de angustia… Es tanto un sociofacto como un mentifacto, es decir, un producto tanto de índole social como de índole psíquica… La epidermis cambia su aspecto y su temperatura para dar señales de temor. Es difícil de ocultar, en todo caso. Se activan, de inmediato, fuerzas ocultas que viven en el bajo vientre que el atemorizado apenas controla… Se dispone, y esto es significativo, de toda una estirpe de fármacos, pociones y otras estrategias que hacen del miedo y sus gradientes y afines, un hecho bio-cultural de circunstancia que se intenta combatir en sus expresiones corporales, pero el miedo va mucho más allá del estómago flojo, de la sudoración, de la pálida piel que se hace lívida para transparentar el escenario real del miedo que es lo psicológico, una de las componentes de esa unidad bio-psico-social que es para la antropología el ser humano.

Lo desconocido, gama prácticamente inmedible, se solapa en la psique y aflora ante diversos estimulantes, cuya gama es también inmedible, entre otras razones, porque una buena parte de ellos depende de la educación que haya recibido el individuo y también de los propios temores que haya ido adquiriendo en su experiencia como ser social. ¿Habrá pocos niños que no hayan sido sometidos a la existencia de asustadores? Presencias que como el coco suelen ser convocadas desde muy temprano para controlar por el miedo las desavenencias del niño con normas tradicionales o con deseos de sus padres. La base aquí es la natural ignorancia que exhibe el infante sobre la verdad o no de la existencia de esas fuerzas… ¿Pero desaparece el coco en la adultez? En realidad, es sustituido por otros asustadores. En todo caso, las reacciones ante lo desconocido habilitan todo un mundo de reacciones somáticas y psíquicas, muchas de cuyas razones son aún desconocidas por las ciencias médicas y la psicología, en tanto que la antropología encuentra en la cultura aditamentos materiales y no materiales con los que individuo y grupo combaten la influencia inevitable y perniciosa del miedo.

Esos dispositivos culturales –de una variedad ciertamente inimaginable– no sólo sirven para protegerse sino que sirven, además, para que el antropólogo detecte en ellos asuntos de mentalidad, formas de pensar, grados en que se expresa el temor, fuerzas ocultas y hasta visibles que se tienen como propiciadoras de temor, de miedo, de angustia…, alimentando con esta información las expectativas de otras disciplinas. El miedo y su combate, entonces, son buenas fuentes para que las ciencias del Hombre, del anthropos, conozcan de manera objetiva las vísceras del miedo en su expresión colectiva e individual y sus entretelones.

Un mundo prácticamente infinito de ese combate, que es lo que en última instancia interesa resolver, lo representan, sin duda, las fórmulas orales protectoras, la mayoría de las cuales llega hasta a escribirse, decorarse, imprimirse, distribuirse, y se convierten así en una suerte de fetiche, tan igual a los que se materializan en la pepa’e zamuro, la peonía, el azabache, la piedra imán, la medalla bendecida, amén de la guiña, los dedos índice en cruz, el trapo para atarle las bolas a Pilatos y la cruz de sal en el piso para que no te llueva porque la humedad ambiente, entre otras cosas, no sólo te desbarata la fiesta, sino que puede afectarte de manera visible el cabello planchado y tienes miedo de aparecer fea…, o feo. La estampita, que desde hace ya tiempo venden plastificada, te permite portar contigo y con tus miedos la protección de una oración-imagen que con el sólo hecho de saber que la llevas es garantía de seguridad.

Es interesante, por ejemplo, la cantidad de estampitas que se venden, principalmente en el mundo con fuerte tradición judeo-cristiana…, a las que se ha sumado toda una gama de posibilidades que para la salud mental, la armonía corporal, el equilibrio del ser humano en los espacios que se habitan se cree proporcionan piedras, aromas que salen de sustancias y dispositivos especiales y ese horror contenido en las varitas de incienso. Me parecen tan horribles que un día comenté que los malos espíritus no se iban por la supuesta efectividad de esas varitas sino por el mal olor que desprenden…, lo que viéndolo bien, no estaría mal, aunque al parecer no es el olor lo que espanta lo malo sino el humo, lo cual quizá explique por qué en muchos grupos de la América antigua se utilizaba, y lo utilizan aún sus descendientes, el humo del tabaco para espantar misterios. Porque toda cultura sigue su curso, apoyada en lo que le es tradicional, lo que permite que se la reconozca en los avatares del cambio, cambio al que encapan muy pocas sociedades del mundo…

Nuevas pociones, nuevos aromas, sin embargo, han surgido con la comunicación de la era moderna, para combatir nuevas preocupaciones e inclusive otros miedos, revelados por escuelas de pensamiento no occidental, como el de la desarmonía del espacio que se ocupa, el miedo al mal olor corporal o de la casa, la oficina, el pasillo, la calle… Miedo, en todo caso, enmarcado en lo que siempre será lo que quizá de manera atinada define el DRAE como perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario o como ese recelo o esa aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea; o lo que se tiene como temor, que es pasión del ánimo que hace huir o rehusar aquello que se considera dañoso, arriesgado o peligroso, que es presunción, sospecha o recelo de un daño futuro. Estas definiciones nos rodean y no es fácil escaparnos de ellas, de tal manera que todo cuanto creemos que sirve para aminorarlas, alejarlas, debilitarlas, es bienvenido.
Una pregunta que suelen hacer quienes “no creen” pero que igual sienten miedo es si el amuleto y afines funcionan. Sí, funcionan, porque quien los usa cree que funciona y esto es suficiente. Y es suficiente, como respuesta al científico, al racional, a quien no cree, y como protección porque no hay otra cosa que te proteja de lo desconocido… ¡Cuántas mentes racionalistas cuando van a enchufar un aparato se encomiendan a Dios…! En el nombre de Dios, dicen, y asunto arreglado…; o invocan a Dios y a otros entes protectores cuando salen de viaje o convertimos en fetiche protector la foto de un ser querido para, además, sentirnos menos solos. Y esto es válido, por supuesto, máxime en nuestros días, cuando prácticamente asistimos a la posibilidad de la destrucción de la especie humana… y la especie humana parece estar tomando conciencia de ese miedo latente que gana más espacio en lo que Ulrich Beck ha denominado sociedad del riesgo.
Porque por más teorías antropológicas de los sabios colonialistas que menospreciaron en sus consideraciones las creencias de “el otro”; por más Freud y afines que exhiba la psicología como explicaciones del miedo individual y colectivo y otras sustancias del temor y reacciones semejantes; por más elucubraciones teológicas y doctrinarias que usen y difundan las religiones…, el miedo existe en todos y con él y por él los paliativos ideados por la misma cultura a la que se pertenece, aunque una buena parte son prácticamente universales. No en balde una de las definiciones antropológicas de cultura más completas que conocemos es la que la mira como resultado de factores esenciales como la tradición, la imitación, el aprendizaje y la realización de modelos comunes, que es como la concibe A. Kloskowska.
Tampoco escapa el ser humano a la idea de M. Herskovits de que la cultura descansa y se deriva de lo biológico, lo ambiental, lo psicológico y lo histórico de la existencia humana, lo que significa que el ser de una cultura termina imprimiendo una suerte de esclavitud colectiva sobre quienes hacen su vida en ella… Sí, no ignoramos los posibles cambios, pero estos cambios, previstos por el dinamismo de toda cultura, obedecen asimismo a la dinámica de aquellos componentes y, por ende, de la cultura de que se trate.
Porque en su cultura el individuo encuentra todo, inclusive aquello que entendemos como miedo, temor, pavor y otros elementos afines. Y es que como parte de esta razón de ser, en la cultura está todo ese imaginario, individual y colectivo, que acompaña al ser humano por el solo y simple hecho de pertenecer a una cultura determinada. En ese imaginario no sólo están el miedo y sus activadores, sino las estrategias para aminorarlo, vencerlo, pero no ignorarlo. Quien conozca la extraordinaria investigación de Jean Delumeau puede darse cuenta de que el autor demuestra con pruebas indubitables que tanto los individuos como las colectividades pueden ser víctimas del miedo, con el que sólo queda mantener un diálogo permanente; miedos que en su libro adoptan las caras terribles y demoníacas de la peste, las guerras, las disputas religiosas, la inseguridad permanente y la manipulación del terror particularmente por parte de la Iglesia.
Pero el miedo y afines fungen a veces, o pueden fungir, como alertas, avisos, luces amarillas que preventivamente se encienden, o que son encendidas, o que encendemos. En la interpretación que demos a estos avisos puede que se active buena parte de nuestra capacidad de raciocinio y entonces recurrimos a estrategias “más científicas”. Es decir, que se activan, o pueden activarse mecanismos “racionales” de protección y entonces aparecen estrategias como la prudencia (alejarse de la causa del miedo o del posible miedo), la intuición (que existe per se y que como “sé que la tengo” trato de que llegue a su máxima expresión o sentido común o experiencia o sentido de la supervivencia)… No avanzo si oigo el cascabel de la noble serpiente, que le avisa a mi miedo; no me lanzo a la profundidad si no sé nadar; no salgo a descampado si la tormenta eléctrica es fortísima; no juego con fuego porque puedo quemarme; no hables mal de alguien porque tienes rabo de paja o mira primero la viga que tienes en tu ojo…
La verdad de que nadie está exento de sentir miedo le imprime a esta sensación una suerte de fuerza propia, con una dinámica no menos propia. Sentimos que se expresa desde el nacimiento mismo y es por eso que la religión en todas sus formas es uno de los universales primarios de la cultura. Y es que como fondo, digamos, de todas las religiones, se encuentra el miedo, fuerza que capitaliza todo cuanto espanta, todo cuanto se desconoce. Y la religión institucionalizada suele, igualmente, capitalizar el miedo, sobre el que ejerce un control bastante difícil de ignorar. En esto radicaría esa consideración de que la religión institucionalizada suele ser una especie de droga y sus seguidores una suerte de adictos. Pero antes de esa institucionalización ya el ser humano sentía miedo y, por supuesto, trataba de combatirlo por diferentes medios. Nos lo insinúan iniciales expresiones del arte rupestre europeo donde se despliega todo un sentido de protección ante el miedo que obviamente produce la cacería que se va a llevar a cabo… Se trata de representar, a través de lo que se conoce como magia simpática, lo que deseo que ocurra y cómo quiero que ocurra. Las presas de caza son expresadas en toda la majestuosidad que le es propia al bisonte, al mamut, para dominarla con la tímida flecha, que igualmente se representa. La figura humana apenas aparece, quizá para que el animal no se dé cuenta de que será quien lo cace… 
Hay miedo allí, sin duda, como lo hay en el hecho de que toda la gama sacerdotal que habita en los distintos grados de religión conocidos en el mundo, es la primera elite. El brujo, el shamán, el mohán, el sacerdote, y tantas otras denominaciones, poseen el conocimiento, y lo administran –en pro o en contra, depende, de individuo y grupo– sobre eclipses, cosechas, lluvias, tempestades, oscuridad, claridad, espíritus que se cree medran en parajes húmedos, huracanes, tormentas, rayos, apariciones, espantos, inundaciones, sequías…, porque los dioses suelen castigar o “enviar pruebas” tanto de su existencia como al grado de fe individual o grupal. Crecer en el temor de Dios, pero crecer también en el temor a Dios. Para la religión católica, el temor de Dios es un don del Espíritu Santo –junto con la Sabiduría, el Entendimiento, el Consejo, la Fortaleza, la Ciencia y la Piedad–, y se lo tiene como un miedo reverencial y respetuoso a Dios y, como tal, inspira que nos apartemos del mal para ir hacia el bien, es decir, a todo lo que Dios representa. Es por eso que la religión, independientemente de las argumentaciones de los sabios filósofos, siempre estará presente en tanto exista el ser humano, cuyos miedos no acabarán y menos el máximo miedo que es el que se le ha tenido y se le tendrá a la muerte. Porque el ser humano ha inventado la máxima idea protectora que, en síntesis, se llama dios; ha tenido que crearlo, e imaginarlo siempre, para disponer de una fuerza amigable con la cual combatir la ristra casi innumerable de fuerzas contrarias al bien, a la luz, al Hombre, al mismo dios… Una fuerza amigable que mitigue tanto la fuerza ancestral del miedo como los momentos específicos en que el miedo se presenta. Dios, cualquiera sea la forma que el Hombre le haya dado, siempre estará presente –porque así debe ser– y siempre como fuerza benefactora –porque también así tiene que ser–, en tanto que el mal, cualquiera sea la forma que se le haya dado siempre estará presente para poder explicar y, sobre todo evaluar, tanto al bien como al máximo benefactor.
No es un secreto, sin embargo, que el dios de nuestros ancestros está como rodeado de temor, de miedo, lo que no es de extrañar puesto que toda divinidad fascina y espanta al mismo tiempo, en sus ojos, en la fuerza de la mirada, en la posición benefactora de sus manos, en algún atributo nefasto –pisar una culebra, dominar un rayo, monumentalidad de la imagen, su naturaleza dividida en dos o más fuerzas que constituyen su esencia, corona de espinas, mirada dulcísima–... En esto radica buena parte de la fuerza que la mantiene viva. Y la religión institucionalizada, cualquiera sea su procedencia y tradición manipula esa especie de doble discurso. Pero lo que en el fondo se manipula es el hecho, como afirmábamos, de que nadie escapa a la sensación de miedo y sus derivados inmediatos –miedo neurótico, miedos agudos y miedo crónico– y a otras sensaciones que se ubican dentro del mismo campo: ansiedad, fobia, terror, horror, susto, sobresalto, pánico…
Pero la protección contra el miedo no siempre proviene de escenarios sacralizados pues cuando aseguro que “con la verdad ni ofendo ni temo”, estoy explayando toda una filosofía que, entre otras cosas, me protege en última instancia del miedo a la maledicencia, del miedo al mal sentimiento que pueda provocar un acto supuestamente ofensivo… La madre, protectora por naturaleza, es otro elemento que debilita el miedo… y, por supuesto, toda persona en quien uno haya depositado sus afectos, e inclusive una mascota y hasta un objeto sin el cual no se puede conciliar el sueño.
Diversos intersticios los del miedo, sin duda, al que contribuye de manera notoria la cultura. De hecho, varios estudiosos consideran que esta sensación es en los humanos una construcción cultural cuya variabilidad ha sido estudiada ya por varios antropólogos. Y se ha descubierto, por ejemplo, entre las muchas cosas que la antropología puede brindar al tema de las mentalidades, que algunas comunidades como los ifaluk –Micronesia– consideran positiva la cobardía, lo que hace de la confesión pública del miedo un valor positivo. Se ha comprobado, asimismo, la trascendencia que tienen sobre individuo y colectivo las informaciones alarmistas de los medios de comunicación, ante las cuales el receptor apenas dispone de tiempo o del instrumental adecuado para reaccionar sin miedo… En este sentido, son famosas la experiencia que se vivió en 1938 a propósito del programa radial de Orson Welles –La guerra de los mundos– y su antecedente en 1926 con un experimento semejante propiciado por Knox Fox a través de una emisión por la BBC de Londres…
Cambios culturales significativos se han producido en casi todo el mundo por las acciones terroristas de grupos fundamentalistas, particularmente a partir de 1989. Pero no sólo ellos, sino también gobiernos que se dicen democráticos, que han hecho del miedo un arma de dominación política y, por ende, de control social. En esto el miedo a la guerra es evidente, lo mismo que el miedo a sus consecuencias mediatas e inmediatas: enfermedades, pobreza,  destino incierto del inmigrante, pandemias, pérdida de seres queridos, miedo al etnocidio y al genocidio… Un elemento bélico de especial significación en la creación de terror colectivo es el vuelo constante de aviones de guerra, con la excusa de desfiles militares o de pruebas de armamento adquirido. Nadie en Caracas quisiera que se viviera de nuevo El Caracazo, ni los golpes de estado que vivimos… Recuerdo que una de las cosas que se agotó de inmediato fue la manzanilla…
El miedo, además, está en la base de la educación y del sistema jurídico penal. La teoría del premio y el castigo, de Skinner, es ilustrativa de lo primero, en tanto que de lo segundo ya Octavius –pretor, año 79 aC– asomaba una idea que forma parte del Derecho Penal de muchos países, el “metus causa” o acción impulsada por miedo insuperable y que es causa eximente.
Y no es cierto que los adelantos tecnológicos eliminen las fuerzas ancestrales, de todo tipo, que como tales nacieron con el ser humano… La bomba atómica produjo miedos desconocidos. Los grandes adelantos tecnológicos quizá distraigan al usuario, momentáneamente sin duda, pero esto no elimina el que me atemorice cuando voy a enchufar la computadora o el temor constante de que la información que guardo se me borre… Los demoníacos virus no se detienen y doy gracias a Dios si no atacan.



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