Recientemente, he estado reflexionando acerca de la percepción
que el venezolano ha tenido y tiene de su pasado; de cómo nos vinculamos con él
y, en general, qué lectura hacemos de él. Orienté buena parte de mis
consideraciones a la percepción de lo indio, a propósito de una entrevista
sobre la llevada de Guacaipuro al Panteón Nacional (Meza 2001) y de dos
artículos de prensa (Strauss K. 2001 a, 2001 b). Estas reflexiones no distan
mucho de las que en esta misma línea he desarrollado en mis clases de pregrado, de postgrado y en otros escenarios.
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Esta situación, en realidad, no ha cambiado; todo lo
contrario: se ha recrudecido de una manera molesta, que obliga a preguntarse
por qué se fue generando y generalizando en el venezolano un desprecio hacia el
indio y su cultura… Es ya un lugar común, por ejemplo, que cuando por cualquier
medio de comunicación se aborda la situación actual del indígena en Venezuela, o
se alude a ella, tienden a destacarse los aspectos que lo problematizan en lo
socioeconómico y en sus relaciones con la sociedad nacional y hasta se
transmiten imágenes que incitan a la lástima e, inclusive, al desprecio… No
estamos tras la idea, por supuesto, de una consideración paradisíaca, al estilo
del “buen salvaje”, pues, al fin y al cabo, las comunidades indias de Venezuela
sufren el abandono del que han sido objeto en lo económico, lo sanitario, lo
educacional… y sus miembros son, ante todo, seres humanos. Sin embargo, a esa
tradicional desidia, se suma el desconocimiento generalizado por los mismos
venezolanos de las características reales de nuestras comunidades indígenas,
tanto en su pasado como en su presente… Como lo hemos afirmado en otras ocasiones,
principalmente en los salones de clase, la etnohistoria tiene en Venezuela una
labor muy importante que realizar.
Nos preguntamos, por ejemplo, si una de las causas del
desconocimiento no estará en el hecho de que quienes incorporaron lo indio a sus
reflexiones venezolanistas lo hicieron sólo como objeto de estudio, de tal
forma que la reflexión sobre aspectos de la cultura indígena de Venezuela no ha
contribuido, en definitiva, a implantar en el imaginario del venezolano el
necesario sentimiento por esa porción de humanidad que nos habita desde siempre
y que, por ello, nos caracteriza también. En todo caso, no es ésta la ocasión
para referirnos al momento y las circunstancias en que, particularmente en
América, se delimitaron las áreas de interés de algunas de las ciencias
sociales… Sí me parece acertado recordar que, en la marcada ausencia de lo
indígena -y de lo negro- en nuestra interioridad venezolana, ha terminado por
subyacer una de las convicciones que se tuvo para la fundación del nuevo Estado,
entre 1830 y 1847. Sobre esto, Elías Pino Iturrieta (1993: 31-32) escribe que
“ningún testimonio de la época hace referencia a los valores autóctonos, como
posibilidad de construir el proyecto por asimilación de lo oriundo; ni descubre
la entidad de la concurrencia africana en la conformación de una personalidad
común”.
Es indudable que una somera revisión de la bibliografía,
hemerografía y otras fuentes sobre el indígena en Venezuela, arroja resultados
impresionantes; asimismo, una revisión del sentimiento del venezolano hacia el
indio de nuestro país y, en general, hacia el indio de América, arroja
resultados que, por decir lo menos, son preocupantes. Me estoy refiriendo, de
hecho, al viejo asunto del papel del intelectual en la sociedad y al viejo problema
del destino y utilidad de sus trabajos. ¿Es esto pragmatismo? Es posible. Me
parece indudable que esta consideración tiene mucho que ver con el
resquebrajamiento de la mayoría de los paradigmas dentro de cuya estructura y
funcionamiento hemos venido actuando desde hace mucho tiempo.
Ninguna sociedad y ningún ser humano pueden vivir sin
paradigmas. Desde esta perspectiva, afirmo que no estoy despreciando -ni es
posible planteárselo siquiera- los aportes que para conocer al indio de
Venezuela, su historia y su cultura, han salido de nuestras universidades, de
otras instituciones, de eventos, de individualidades… Lo que no deja de
preocuparme es que al desconocimiento y desprecio generalizados que existe en
el común de los venezolanos por el indio, se suma una suerte de rechazo por
nuestro pasado. Pareciera como si nuestra memoria colectiva nos molestara, nos
resultara incómoda… No soy novedoso al afirmar que el venezolano pareciera, en
efecto, despreciar su pasado y avergonzarse de él; sentirse incómodo,
inclusive, ante la sola mención o posibilidad de abordarlo. Si, al parecer, no
hemos sido diseñados para entender nuestro pasado, me pregunto, entonces, qué
tan diseñados estamos para perfilar nuestro futuro. He aquí otro campo
riquísimo y nutritivo para la etnohistoria que, justamente, tiene que ver,
entre otras cosas, con este tipo de desprecio por el otro, por elementos que,
como el pasado, me pertenecen / nos pertenecen. Tal vez esos desprecios
colectivos sean una suerte de miedo.
Buena parte de los productos de la investigación en historia,
etnohistoria, antropología y otras disciplinas sociales apenas se han
introducido de manera idónea en el imaginario de los venezolanos. Allí sí
reposan, lamentablemente, elaboraciones que no dejan de ser síntesis de una
manera de pensar y que se expresan en frases como “pareces indio”, “creen que
en Venezuela somos indios” o, todavía peor, “creen que en Venezuela todavía
somos indios”. La etnohistoria haría bien en analizar los significados de estas
especies. Al afirmar esto, debo aclarar que, en ningún momento, estoy
incentivando la idea de que la reflexión histórico-antropológica -y la de otras
disciplinas- deban acoplarse al alto grado de ignorancia y al analfabetismo
generalizado que han terminado por caracterizar a un segmento significativo de
los venezolanos. Estoy sugiriendo, sí, que dentro de lo que expresa la conocida
máxima de que a grandes problemas, grandes soluciones, procuremos conseguir, en
efecto, grandes respuestas. El desconocimiento, el temor por el pasado, la
ignorancia, el analfabetismo, son apenas algunos de los grandes problemas que
aún tenemos los venezolanos en el escenario intelectual.
Me sigue preocupando, igualmente, que en Venezuela
pareciéramos sufrir de lo que en antropología denominamos complejo étnico; es
decir, que es casi un axioma que al venezolano le cuesta identificarse con su
pasado porque en él parece que ve más fracasos que aciertos. En todo caso, ha
prevalecido en la interpretación del pasado un rechazo insospechado, uno de cuyos
resultados pareciera ser que nuestro pasado no nos pertenece; que no es mío,
que no es nuestro. Cuando el venezolano interroga su pasado como nación, lo que
suele encontrar es una ristra de acontecimientos con fuertes sabor y olor
político, con los que apenas o nada se identifica o, en todo caso, esconde.
Cuando intenta soslayar “lo político” y procura indagar sobre otros aspectos de
la cultura, lo que suele encontrar es un escenario formado por vacíos,
particularmente cuando compara lo que comúnmente se tiene como el pasado de
Venezuela con el de otras latitudes. Éste fue uno de los fantasmas contra los
que luché cuando emprendí la investigación de varios años que dio como
resultado el Diccionario de cultura
popular (Strauss K. 1999).
En la comparación a la que aludimos, lo indio ha llevado la
peor parte. ¿Que en Venezuela no tenemos pirámides y otras maravillas y
monumentos aborígenes que exhibir? No importa, porque están las personas
indias, orgullosas, además, de su procedencia, y eso es más que suficiente. Se
trata de gente que, en materia de vinculación con la naturaleza -probablemente
el espacio ideal para el futuro-, puede darnos lecciones de convivencia; gente,
además, que exhibió su natural inteligencia para aprovechar en la mejor
economía de esfuerzo concebida, las generosidades de sus entornos, de tal
manera que su carencia de agricultura intensiva, por ejemplo, no tiene por qué
ser categoría cuya aplicación los descalifica ante esquemas evolutivos que, en
esencia, están cargados de etnocentrismo. Son gentes que afinaron la memoria
para el registro de su experiencia como pueblo, como comunidad, poniendo en
práctica una oralidad tan válida como lo son otras fuentes históricas. Los
indios, en fin, además de personas, son descendientes de quienes primero
habitaron nuestro actual territorio y este hecho tiene que ser un privilegio
que, de manera especial, nuestra historiografía está en la obligación de
revalorizar. Mediante ello, urge incorporar al sentimiento del venezolano un
apego crítico y amor por su pasado y, como parte importante de él, apego, amor
y comprensión por el otro, en este caso, el indio.
A propósito de esto no puedo dejar de ratificar que si hay
alguien ávido de saber historia, es el venezolano, y esto es alentador tanto
para la historia como para la etnohistoria. Pero he afirmado que al venezolano
pareciera no interesarle su pasado, de tal manera que esta afirmación luciría
como contradictoria. Pero no es así, como es fácil demostrarlo, y quizá lo que
ha ocurrido es que quienes deben, por definición de sus objetivos, analizar
nuestro pasado como nación, y difundirlo, al parecer no lo han hecho de manera
idónea, de tal manera que aquellas ansias no han sido satisfechas. Pero la
falta de idoneidad quizá se deba a la definición misma de esos objetivos, en
tanto que parece subyacer entre nosotros aquella situación que entre 1945 y
1946 diera nacimiento a la etnohistoria: que los historiadores de entonces se
ocupaban, en esencia, de los “grandes momentos”, de “personajes importantes”,
de “firmas de tratados”, de “eventos trascendentales” y no se miraba la
historia “del común” que, por supuesto, se fue como diluyendo en las pesquisas;
en tanto que la antropología de entonces, sólo miraba a su objeto de estudio,
los “pueblos-otro”, “los otros”, “los distintos a mí” y otros apelativos que
pudiéramos expresar, más en la contemporaneidad del investigador que en la
historia del grupo humano objeto de su interés. Sabemos, que el antropólogo de
entonces tuvo que impregnarse de los procedimientos que utilizaba el
historiador y que algunos historiadores comenzaron a andar por los predios de
la antropología para pesquisar la historia de inmigrantes, la de comunidades
humanas tenidas como de escasa importancia histórica y, no menos importante,
historias de vida, historia de pueblos, lo que en la práctica significó que el
historiador emplease métodos tradicionalmente usados por la antropología, como
es el caso de la historia oral…
Me pregunto, entonces, qué tan capaz ha sido nuestro sistema
educativo, particularmente el que comenzó a perfilarse desde los inicios de la
década de 1980, para atender a esa evidente e impaciente avidez; me pregunto,
asimismo, acerca del destino de los grandes trabajos de lingüistas, literatos,
etnohistoriadores, historiadores, antropólogos, artistas plásticos…, que han
tomado lo indio de Venezuela como materia central de sus preocupaciones. Se me
viene a la mente aquella hermosa reflexión poética del gran Lord Byron: Augusta
Atenas, ¿dónde están tus grandes hombres desaparecidos? Centelleando vagamente
a través del sueño de las cosas que han sido, primeros en la carrera que
conducía al fin: la Gloria. Han ganado, han pasado. ¿Es eso todo? ¡Un cuento
para colegiales, el asombro de una hora!
El venezolano, como todo ser humano, desea saber. Cuando gente
consciente del valor educativo de la televisión reclama mejoras en la
programación, lo que está sugiriendo es que los canales dispongan de más
programas de esos que se denominan culturales. No es difícil entender lo que se
está solicitando y no me parece ocioso que nos preguntemos, por ejemplo, por
qué los participantes de ese maravilloso programa de RCTV “¿Quién quiere ser
millonario?” tienden a fallar notoriamente en preguntas sobre historia de
Venezuela o sobre nuestra cultura popular tradicional… Y más: ¿en qué ha
radicado el éxito sostenido del canal cultural Vale TV? Por distintas razones,
ahora más que antes, se aprecia un preocupante desconocimiento de lo que
históricamente nos pertenece… Tengo la sospecha, entonces, de que el desinterés
del venezolano por su pasado es más bien una actitud epidérmica, una cosa de
orgullo que se expresa mediante el mecanismo de que “como no sé, no me
interesa”.
Tantos siglos discriminando al indio han horadado los
sentimientos nacionales en prácticamente todo el espacio americano… y en
Venezuela, que no es excepción, no hemos sido, como venezolanos, amigos de los
indios. Y deberíamos serlo, tanto de los de ahora como de aquellos a los que la
historiografía blanca predominante[1] les
cercenó en la tinta los pareceres, e ignorando la estructuración y el
funcionamiento de sus culturas, los tildó de flojos, de manganzones, de
estorbo…, todo ello a pesar de los aportes que hicieron a la “cultura
venezolana” (no obstante el atropello del que fueron objeto, al igual que los
esclavos negros) y de su continua presencia en los intersticios más sensibles
de nuestra nacionalidad.
En algún momento destaqué la idea de que el indio no sólo debe
ser conjugado en pasado, sino también en presente y en futuro, como todo pueblo,
como toda etnia, como todo grupo humano, como todo ser humano… Quienes -como
individuos, como naciones- así lo han hecho, terminan por tener y fortalecer
una percepción de sí mismos que luce más auténtica, con pocas deudas y mucha
disponibilidad para el afecto y para el futuro…
Pareciera, sin embargo, que soplan brisas nuevas que están
aventando, entre otras cosas, una preocupación por afinar viajes más frecuentes
a nuestro pasado, y en este periplo la etnohistoria ha venido jugando papel
esencial… Casi que repentinamente el venezolano de estos días ha venido
exhibiendo un particular interés por penetrar su haber sido para ver de
comprender su siendo… Tanto para apoyar como para rebatir peregrinas
afirmaciones que han venido poblando nuestros escenarios políticos,
instituciones e individuos, profesionales o no, han tenido que ir críticamente
a nuestro ayer para buscar explicaciones. De manera particular, esto se refleja
públicamente en la prensa nacional y regional, en programas de radio y de
televisión así como en páginas de la Internet, principalmente. Y es
interesante, por ejemplo, que no se indague sólo sobre “lo político” sino que
la manifiesta necesidad de saber de nuestro pasado orienta la pesquisa hacia
otros contenidos del pasado de nuestra cultura, de nuestro ser venezolano…
Es probable que estemos en proceso de dejar de ser un pueblo
temeroso de su memoria, de su historia, de su pasado, cualquiera sea la razón
de ello… Este momento parecería idóneo para que se dé a conocer -a pesar del
desinterés generalizado que hay en nuestro país por la historia- la obra de
nuestros grandes pensadores. De hecho, cuando en Venezuela se hable de justicia
social, de respeto por los otros, de arraigo, de hermosos sentimientos sin
límites por lo que nos pertenece…, se estará hablando, entre muchos otros, de
Lisandro Alvarado, Gilberto Antolínez, Augusto Mijares, Andrés Eloy Blanco,
Mario Briceño Iragorry, Mariano Picón Salas, Julio César Salas, Miguel Acosta
Saignes, Angelina Lemmo, José Ignacio Cabrujas, Alejandro Colina… Su obra
debería ser divulgada; pero no en los términos en que suele hacerse, que es
sólo reproducir obras completas, bautizadas en rimbombante acto de presentación
para que luego desaparezcan, lo que hace que el desconocimiento sobre nosotros
duela mucho más por persistente. Tal vez se requiera de programas masivos de
difusión.[2]
Finalizo estos comentarios sobre lo indio de Venezuela, en
pasado y presente, llamando la atención sobre tres puntos que tienen carácter
de propuesta:
Lo indígena es uno de los contenidos de nuestra historia, cuyo
pasado y presente aún tienen validez, entre otras razones porque muchos de sus
descendientes conviven con nosotros y son seres humanos.
Quizá sea en la comprensión científica de la permanencia de lo
indígena en los períodos siguientes al tiempo prehispánico, donde se descubran
aspectos que la arqueología y los cronistas antiguos no han podido decirnos. Un
análisis en esta línea significa no sólo un acto de justicia, sino corregir una
de las fallas de nuestra historiografía. La documentación de archivo y la
revisión, con otras lentes, de la información de los cronistas ofrecen serias
posibilidades en este sentido.
Si revisamos críticamente la trayectoria de la política
indigenista venezolana, creo que el resultado es negativo, entre otras razones
porque muy pocas veces el indígena mismo ha participado en el diseño de su
propio destino, teniendo en cuenta que el Estado venezolano podría atender
necesidades de salubridad, educación y otros aportes del progreso bien entendido.
Afortunadamente, varios indígenas venezolanos han tenido la oportunidad de
beneficiarse y apropiarse de las bondades de la historia y de la antropología,
ya que algunos misioneros, antropólogos, etnohistoriadores, historiadores y
algunas agrupaciones han echado las bases como para propiciar el respeto a las
sociedades y culturas indígenas contemporáneas. Adicionalmente funcionarios del
Estado han venido entendiendo la necesidad de trabajar conjuntamente, para
humanizar la política indigenista y hacerla no sólo idónea sino objetiva.
La diversidad debe ser entendida como un reto a la luz de
aquel mensaje de un editorial de la revista Sic,
en 1980, de que “un pueblo civilizado es el que sabe hacer su vida y la hace”[3]…
Referencias
Meza,
Alfredo. 2001. La historia como caja de resonancia ideológica. El Nacional (Caracas, 22 de julio),
Suplemento Siete Días, s/p.
Pino Iturrieta, Elías. 1993. Las ideas
de los primeros venezolanos. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Strauss K.,
Rafael A. 1999. Diccionario de cultura popular. 2 vols. Caracas: Fundación Bigott.
Strauss K.,
Rafael A. 2001 a. El pasado es vivencia. El
Universal (Caracas, 06 de octubre), Suplemento Verbigracia, Nº 1, Año V, p.
1.
Strauss
K.,
Rafael A. 2001 b. Por qué los indios… Tal
Cual (Caracas, 11 de octubre), p. 13.
[1] Por darle algún nombre a la crónica que
se genera en nuestro tiempo colonial y a una buena parte de las obras de
carácter histórico posteriores.
[2] Tengo la impresión de que, entre algunos
otros medios impresos, El
Nacional ha abierto una línea de difusión de biografías que no es
despreciable, semejante a aquellas ediciones llamadas populares que asumieron
en su momento Pedro Grases y la Fundación Eugenio Mendoza o un Ministerio de
Educación que respetaba al venezolano y, por ende, al país. Esas ediciones
circulaban -hasta donde sabemos- en todo el país y de una manera prometedora
porque dio resultados positivos visibles: desde la editorial a los padres y
maestros y desde éstos a los hijos y estudiantes.
[3] “Nuestras
contradicciones y los indios” (editorial). Sic
(Caracas, febrero de 1980) Nº
422: 54.
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